Resurrección (en memoria de Don Publio)
- El sepulcro vacío.- Las piadosas mujeres.- (Mt. 28, 1-8; Mc. 18, 1-8; Lc. 24, 1-11; Jn. 20, 1-2)
- Pedro y Juan corren al sepulcro.-(Lc. 24, 12; Jn. 20, 3-10)
- Los discípulos de Emaús.-(Mc. 16, 12-13; Lc.24, 13-35)
- Las apariciones a Pedro y a los discípulos en el Cenáculo.(Mc. 16, 14; Lc. 24, 36-45; Jn. 20, 19-23; 1ª Corintios 15, 4-8))
El hijo de un carpintero que nace y vive en un pueblo dominado, que predica la igualdad y el amor y que se declara Hijo de Dios, muere bajo el imperio romano con la muerte más cruenta, como blasfemo y revolucionario.
Ni quisiera decapitado ni degollado, como los profetas, sino de la forma más tétrica y terrible según Cicerón.
¡Y al cabo de más de 2000 años, Roma es conocida por la Cruz!
¿Por qué? Porque Cristo resucitó, porque vive. Y porque no hay derechos humanos o divinos en toda la humanidad que no se basen en sus Palabras y porque no hay bien que no se contenga en sus Bienaventuranzas.
Aunque nosotros, sus testigos, muchas veces nos limitamos a ser como simples partidarios de alguien que fue un hombre bueno que dijo cosas hermosas, pero que no influye decisivamente en nuestras vidas.
Y por eso, viéndonos no se ve al Resucitado.
Cristo murió por cada uno de nosotros y quiere nuestra adhesión personal a su mensaje.
Cristo resucita por cada uno de nosotros. Igual que estábamos presentes con nuestros pecados en la pasión y la muerte de Jesús, estamos presentes la mañana gloriosa de su resurrección.
Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. Y con su resurrección, ha dado la vida a quienes estábamos muertos por el pecado.
Se trata del hecho más importante y singular de la historia de los hombres. Si Cristo no hubiera resucitado, repetimos que «vana sería nuestra fe».
Cuando la multiplicación de los panes y los peces y el discurso eucarístico, Jesús pregunta a sus discípulos: «¿También vosotros queréis iros?» Y estos responden: «¡A dónde iremos, Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna!».
Un día, descubrimos a Cristo y desde entonces no sabemos ser felices lejos del Señor. Pero, caemos… Lo abandonamos, a pesar de que, a su lado aprendimos a ser felices. Quizás una explicación a esta paradoja podamos expresarla diciendo que, con nuestros hechos, no acabamos de creer en su resurrección.
Pero el Cristo de nuestra fe es un Cristo vivo, que se hace presente de una forma palpable en el Sagrario y en el hermano. Es el Cristo Resucitado, que es «el mismo ayer, hoy y siempre». Cuando convivimos con este Dios vivo y sentimos esta cercanía, llegamos a decir como los discípulos en el monte Tabor: ¡qué bien se está aquí, Señor!
Hoy nos acercamos a esta celebración queriendo recuperar la presencia viva de Jesucristo en nuestros corazones y en el corazón del hermano.
La resurrección del Señor es la verdad culminante de nuestra fe en el Nazareno, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como la verdad central y parte esencial del misterio Pascual. La Cruz y la Resurrección resumen lo humano y lo divino en Jesucristo. Y volver a la vida es la prueba definitiva.
De Cristo podemos decir que es el único ser de unión de toda la historia de la humanidad: es Dios y hombre verdadero, a un tiempo. Y el único resucitado de dicha historia, que es siempre historia de salvación.
Cristo resucitado es el mismo Cristo que se encarna, que nos deja el ejemplo de su vida y su doctrina y que muere por nosotros. La resurrección autentifica cuanto es, cuanto hizo y cuanto dijo.
Ante la resurrección de Jesucristo, nuestras reacciones pueden verse reflejadas en las actitudes de los discípulos y de las santas mujeres.
Cristo quiere aparecerse hoy como cualquier desconocido que nos acompaña en el camino de Emaús o como el jardinero junto al sepulcro. Cristo quiere que lo identifiquemos con la gente que convive con nosotros, haciendo muy presente su diálogo con Saulo en el camino de Damasco.
Pero muchas veces no hemos sido capaces de reconocerlo en los demás. Y los demás, muchas veces, no ven a Cristo porque nuestra vida lo oculta. Vienen a decirnos como la Magdalena: «¿Dónde lo has puesto?».
Desde el año 56 en el que el apóstol Pablo escribe a los corintios: ¡Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó al tercer día!», Jesús resucitado establece con sus discípulos unas relaciones de vida. Al igual que podemos vernos representados en los personajes que participaron en la Pasión del Señor, también podemos encontrar en las actitudes de los discípulos que convinieron terrenalmente con Cristo unas enseñanzas provechosas para llevarlas a nuestra vida de cristianos actuales.
En primer lugar, debemos tomar conciencia clara de que Cristo vive: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive! No está aquí, ha resucitado».
Muchos de nosotros exigimos, como santo Tomás, ver para creer; y el mismo Cristo nos invita aquí y ahora a meter nuestro dedo y nuestra mano en las señales evidentes de su Pasión: a ver si entrando nuestra mano en la llaga abierta del corazón del prójimo que sufre alcanzamos a reconocer al mismo Cristo.
Por el misterio Pascual Cristo nos libera con su muerte del pecado y por su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida; Cristo nos da la vida de la gracia y con él resucitaremos a la vida eterna.
Cristo es consciente de nuestras debilidades, de la lentitud de nuestro aprendizaje, de nuestra apatía y de nuestro reposo. Vivió el mismo caso con los primeros discípulos, torpes, rudos e ignorantes. Y como a Pedro nos alaba cuando lo proclamamos Mesías y nos riñe cuando intentamos vivir un cristianismo sin Cruz; ve nuestras negaciones y nuestro llanto de arrepentimiento.
Todos los días, aquí y ahora, igual que aquella mañana gloriosa, Cristo se nos aparece.
No podemos seguir de espaldas a la Resurrección, dando a Cristo por muerto o por desaparecido en nuestras vidas. Tenemos que contestar al hermano que nos interpela: ¿Dónde lo has puesto?
Mirada limpia, un corazón de carne y la mano tendida para ver los problemas e intentar resolverlos compartiendo, comprendiendo y compadeciendo.
Hay que repasar el programa de las bienaventuranzas, porque a la tarde seremos juzgados en el Amor: sentirnos pobres y ayudar a todos los pobres, comenzando por los que no tienen lo más elemental: la Gracia ; llorar con los que lloran, sentir la humildad de lo que realmente somos (¿ alguno entre nosotros cree que por su propia virtud puede hacer algún milagro ? ) buscar la santidad de las cosas corrientes, ser misericordiosos hasta el extremo de no tener que perdonar porque nada nos ofende, especialmente cuidando nuestros juicios sobre los demás (Es inconcebible que uno de nosotros piense o diga “raca” a cualquiera.”En este instante solemne…”)
Porque faltaba uno, Tomás, Cristo vuelve.
Quizás tú y yo necesitamos meter el dedo y la mano en la Pasión de Cristo…
Y El ha vuelto. ¡Por ti y por mí ¡
Vamos a decirle como Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!
Y otra vez la formula: ¡A ver si metiendo nuestra mano en el corazón traspasado de tantos hermanos nuestros, alcanzamos a ver y vivir la Resurrección¡
¡AMÉN!
Ignacio Montaño Jiménez.
Sevilla, Pascua de resurrección, 2016.
0 comentarios
dejar un comentario