“EL CRISTO REAL DEL GÓLGOTA DEBIÓ PARECERSE MUCHO AL CRISTO DE MIÑARRO”

“EL CRISTO REAL DEL GÓLGOTA DEBIÓ PARECERSE MUCHO AL CRISTO DE MIÑARRO”

 

                                1.    "Mirad el árbol de la cruz, en que estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo". Con esta aclamación, que procede de la liturgia de la Iglesia primitiva, comenzaremos dentro de unos momentos la parte central de esta acción litúrgica del Viernes Santo, único día del año en el que no se celebra la Eucaristía. En el lugar de la consagración, la liturgia sitúa la veneración de la santa Cruz, que ocupa hoy en nuestras iglesias el lugar del sagrario, para que sea el centro de nuestros afectos y la destinataria de nuestro amor agradecido. Entre las grandes religiones de la humanidad no hay otro símbolo más universal, más frecuentemente repetido, pintado, esculpido, venerado y adorado. Pocos artistas han resistido la tentación de llevarlo a sus lienzos y esculturas, fascinados por la fuerza sobrehumana del rostro de Cristo muerto o agonizante y por el dolor inaudito de su cuerpo destrozado.

 

              2.    "Mirad el árbol de la cruz". Mirad, hermanos y hermanas, el cuerpo de Cristo muerto lleno de heridas. Cuelga pesadamente de la Cruz, con la cabeza coronada de espinas hundida sobre el pecho. Sus labios están abiertos, exangües y sin vida. Su costado y su corazón han sido destrozados por la lanza del soldado. Sus dedos aparecen convulsivamente estirados y deformados y los pies traspasados por un enorme clavo. El Cristo real del Gólgota, que adoramos en esta tarde de Viernes Santo, debió parecerse mucho al Cristo del escultor sevillano contemporáneo nuestro Juan Manuel Miñarro, que podemos contemplar en la exposición sobre la Sábana Santa de Turín, que se muestra  en el Antiquarium de la plaza de la Encarnación y que a todos recomiendo. Es un Cristo doliente, lacerado y ensangrentado, en el que se han plasmado todas las heridas que nos muestra la Sábana Santa de Turín. Contemplándolo, comprendemos cuanto nos acaba de decir  Isaías en la mejor descripción literaria de la pasión y muerte del Señor: "desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano… Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores…, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado…" (Is 52,13; 53,2-10).

 

              3.    El mismo Isaías nos da la clave del drama del Calvario: el Señor muere por nosotros y por nuestros pecados. Él es el verdadero cordero inmolado en la Pascua que quita el pecado del mundo. Igual que en la fiesta de la expiación el Sumo Sacerdote judío sacrificaba un macho cabrío sobre el que se cargaban los pecados del pueblo y, de esta forma, una víctima sustitutoria ponía al pueblo en paz con Dios, otro tanto sucede en la cima del Calvario: "Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores…, fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron…" (Is 52,4-11).

 

              4.    Veinticinco años después de la pasión y muerte del Señor, San Pablo escribirá que la "cruz de Cristo es escándalo para los judíos y necedad para los griegos, más para nosotros es fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1,23-24). La verdadera sabiduría en esta tarde, queridos hermanos y hermanas, consiste en descubrir las razones profundas de la pasión y muerte del Señor. En su raíz está el amor de Dios, que nos envía a su Hijo para redimir al hombre, alejado de Dios por el pecado. Movido por el Espíritu Santo, Jesús se ofrece voluntariamente al Padre en sacrificio para satisfacer por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. Se convierte así, como nos ha dicho el autor de la carta a los Hebreos, "en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Heb 5,9).

 

              5.    En la raíz del drama del Calvario está pues también y, sobre todo, la realidad terrible y repulsiva del pecado, el pecado que tiene nombres y apellidos, mis pecados, vuestros pecados, hermanos y hermanas que me escucháis, los pecados de todas las generaciones que nos han precedido y los de todas aquellas que nos sucederán. Todos ellos constituyen la historia más sórdida y negra de la humanidad. Ellos y nosotros, todos, somos los autores y cómplices de la muerte del Señor.

                            

              6.    A partir del siglo IX, generaciones y generaciones de creyentes se han acercado en este día de Viernes Santo a venerar la cruz de nuestro Señor Jesucristo mientras se cantan los "improperios", que son el canto más dramático de toda la liturgia. Son una especie de reprensión que el Cristo clavado en la cruz dirige al pueblo de Israel, recordándole la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el  maná, el agua de la roca y la columna de nube con que Dios tutela amorosamente a su pueblo en su peregrinación por el desierto. Y, a este pueblo, que ejecuta o que permite su crucifixión, Jesús le dirige esta amarga queja: "Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te ofendido, respóndeme".

 

              7.    Esta queja lastimera nos la dirige el Señor también a nosotros en este Viernes Santo, recordándonos todas las maravillas que Él ha obrado en nosotros regalándonos el don de la vida, la vocación cristiana, el agua del bautismo, la filiación divina, la unción de su Espíritu, el pan de la Eucaristía, nuestra pertenencia a la Iglesia y el regalo de su Madre, dones a los que hemos respondido con la indiferencia, la tibieza, la mediocridad, la infidelidad y el pecado, que nos envilece, quiebra nuestra dignidad de hijos y es siempre una ofensa a Dios y un desprecio de la sangre redentora de Cristo. Por ello, también a nosotros nos dirige el Señor en esta tarde este reproche: "Pueblo mío, qué te hecho, en qué te he ofendido, respóndeme".

 

              8.    Dentro de unos momentos, vamos a acercarnos a venerar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Es el momento de mayor intensidad de la liturgia del Viernes Santo. Es el momento de contemplar su amor infinito, su fidelidad e identificación en la cruz con todos nosotros. Es el momento de dar respuesta a la dramática pregunta que Jesús nos acaba de formular. Ojalá respondamos besando con unción la santa cruz y agradeciendo al Señor su sacrificio por nosotros. Ojalá sintamos muy vivamente el dolor y el arrepentimiento de nuestros pecados, que son la razón última de su pasión y muerte. Ojalá nos acerquemos a venerar la santa cruz con compunción de corazón y verdadero espíritu de conversión.

 

              9.    Pero el Cristo ensangrentado del Gólgota, esculpido con tanto realismo y perfección por el Prof. Miñarro, no es el único Cristo del Viernes Santo. En la historia del arte cristiano hay una representación de Cristo crucificado que de una forma especialmente bella refleja toda la grandeza de la cruz de Cristo. Es el Cristo de la portada de la basílica romana de Santa Sabina, esculpido en el siglo XII. Al Cristo de Santa Sabina le falta la corona de espinas. En su lugar figura una corona real. En su rostro no hay atisbos de sufrimiento. Es el rostro sereno y majestuoso de quien, consumada su entrega por la salvación del mundo, es coronado como rey en el árbol de la Cruz y entronizado a la derecha del Padre en su resurrección y ascensión. Desde entonces Él es la clave y el fin de la historia humana, la cabeza y el Señor de su Iglesia.

 

              10.  ¿Y cuál debe ser nuestra actitud en esta tarde ante el Rey soberano que reina desde el madero? El catecismo de la Iglesia Católica nos dice que ante la realeza de Cristo, "la adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura…  Es la actitud de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal. 24,9-10) y el silencio respetuoso ante Dios, "siempre mayor" (S. Agustín, Sal 62,16)" (n. 2628). Pero no basta la adoración. En esta tarde de Viernes Santo es preciso que todos demos un paso al frente, para romper con los ídolos, el consumismo, el placer, el confort o el dinero, que nos esclavizan o degradan y que impiden que Jesucristo sea verdaderamente el Rey y Señor de nuestras vidas. Es el momento de iniciar o proseguir el seguimiento del Señor con decisión y radicalidad renovadas. Es el momento de aceptar con gozo la realeza y la soberanía de Cristo sobre nuestra vida personal y familiar, sobre nuestros anhelos y proyectos, sobre nuestro tiempo, nuestros planes, nuestra salud y nuestra afectividad. Es el momento de hacer real en nuestra vida aquello que nos dice una canción bien conocida: No adoréis a nadie, a nadie más que a Él. No fijéis los ojos en nadie más que en Él; porque sólo Él nos da la salvación; porque sólo Él nos da la libertad; porque sólo Él nos puede sostener. No adoréis a nadie, a nadie más que a Él”. Así sea.  

 

                        + Juan José Asenjo Pelegrina

                               Arzobispo de Sevilla

 


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