XXVI domingo del tiempo ordinario
Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes.
A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'.
'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'.
El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'.
Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'.
'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'.
Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'".
Comentario de Miguel Ángel Garzón
(Am 8,4-7; Sal 112,1-2.4-6.7-8; 1Tim 2,1-8; Lc 16,1-13).
Como la semana pasada, las lecturas de este domingo insisten en el peligro de las riquezas para alcanzar el Reino de Dios. Este tema se entronca en la más genuina tradición profética, como muestra el texto del profeta Amós en el que amonesta a los ricos de Sión y Samaría con duras palabras. El profeta se dirige a los que se sienten confiados en su opulencia y poder. Denuncia su vida disoluta (lechos de marfil, suntuosos banquetes, viandas exquisitas, fiestas, música, perfumes, orgías) unida a la indiferencia ante el dolor del hermano (José, nombre para el reino Norte de Israel). La descomposición social, la ruptura de la fraternidad, hace que Dios grite por la boca del profeta y anuncie la desgracia que se avecina sobre ellos.
El evangelista Lucas, especialmente sensible a este tema, narra la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro, propia de su tradición. Jesús se dirige a los fariseos (“amigos del dinero” Lc 14,16). La escena contrapone ambos personajes: uno ostenta riqueza que derrocha en suntuosos vestidos y banquetes cada día; el otro no tiene más pertenencias que sus llagas, esperando las sobras de la mesa del rico, pero solo recibe los lametazos de los perros (animal maldito). La escena nos lleva al momento de la muerte con imágenes propias del judaísmo. Entonces las situaciones se contraponen. El rico desciende a los infiernos y sufre los tormentos del lugar, mientras que el pobre sube hasta la gloria del cielo junto a Abrahán. El rico, que no tuvo piedad de Lázaro cuando estaba a su puerta, suplica piedad para que se le acerque a aliviarle, pero la distancia ya es insalvable. Entonces intercede por su familia para evitarles tan tormentoso lugar. Como hacían los fariseos, pide milagros portentosos, pero Abrahán insiste en la validez de la palabra de Dios (Ley y profetas) como camino cierto y seguro para alcanzar el Reino.
Lázaro (hebreo Eleazar: “Dios ayuda”) refrenda la verdad del Salmo: “Dios hace justicia a los oprimidos y auxilia a los necesitados; ama a los justos, trastorna el camino de los malvados”. Pablo exhorta a Timoteo para que siga este camino con el que se conquista la vida eterna: “practica la justicia, la fe, el amor, la delicadeza…”. Así participará de la gloria de Jesucristo, el único Soberano del universo, Señor de los señores.
