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La incredulidad de Santo Tomás (Iglesia Prioral de Santa María, Carmona)

El Evangelio de este segundo domingo de Pascua nos presenta la duda del apóstol Santo Tomás, “el primero de los discípulos en confesar la divinidad de Cristo tras su resurrección”, como recuerda el Papa Francisco, escena que se recrea de manera muy bella en esta tabla que se encuentra en la Iglesia Prioral de Santa María de Carmona.

Esta pintura se encontraba en la Capilla de los marqueses del Saltillo de la Iglesia del Salvador, y pasó a la Prioral tras la expulsión de los Jesuitas en 1767. Se encuentra desde entonces en la Capilla de San José y San Bartolomé, en el muro lateral derecho. Dicho retablo se compone de seis escenas de la vida de este apóstol tomadas de los “Hechos de Tomás”, texto apócrifo de origen sirio de comienzos del siglo III, a las que hay que añadir la tabla central representando “La incredulidad de Santo Tomás”, episodio recogido en el Evangelio de Juan 20, 19-31.

El marco de rocallas que circunda las pinturas contiene una inscripción que lo data en 1765, mientras que las pinturas son obra de finales del siglo XV, tradicionalmente atribuidas al círculo de Juan Sánchez de Castro. El autor desarrolla la escena central limitándose a las dos figuras principales, omitiendo el resto de los apóstoles que estaban presentes según la narración evangélica, para centrar así la atención en el momento en que Tomás, arrodillado ante Cristo Resucitado en señal de respeto, introduce su mano derecha guiada por el Maestro en la llaga de su costado, reconociendo así al instante que verdaderamente es Jesús, exclamando: “¡Señor mío y Dios Mío!” (Jn 20, 28), lo cual queda reflejado en la filacteria que sostiene el apóstol con su mano izquierda con la inscripción: “Dominus meus / et Deus meus”. Tomás viste túnica verde y manto rojo con filo dorado.

Especialmente bella es la imagen del Resucitado, quien se cubre con un manto dorado con el forro rojo. Muestra las heridas de la Pasión, y con su mano derecha dirige hacia la llaga de su costado la mano del apóstol incrédulo, recurso que aparece en las representaciones de este episodio a partir del siglo XIII, mientras abre su brazo izquierdo, como acogiendo a Tomás. El rostro del Resucitado, con los ojos cerrados, muestra gran serenidad no exenta de la gravedad que exige el momento en que queda de manifiesto la realidad de su Resurrección.

Como indica la narración del Evangelio, la escena tiene lugar en un espacio interior, en este caso bellísimo, en el que destaca el suelo formando un hermoso dibujo geométrico estrellado. Una arcada cruza el espacio, dejando ver una puerta abierta al fondo. Se puede vislumbrar una parte del techo formado por vigas de madera sostenidas por ménsulas. Una especie de torre esbelta se dispone junto a Cristo, enmarcando su figura, símbolo de fortaleza y de seguridad frente a la duda y la falta de fe.

Antonio Rodríguez Babío

Delegado diocesano de Patrimonio Cultural


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