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Domingo XII del tiempo ordinario

 
Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo?»
 
 
Ellos contestaron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado.»
 
Entonces les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»
 
Pedro respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.»
 
Jesús les hizo esta advertencia: «No se lo digan a nadie»
 
Y les decía: «El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará.»
 
También Jesús decía a toda la gente: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga.
 
Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo, se perderá; y el que pierda su vida por causa mía, se salvará.
 
Comentario de Álvaro Pereira
 
 
En el evangelio de hoy, Lucas retoma de su fuente principal, Marcos, el relato del diálogo sobre la identidad de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Él sitúa la escena en un contexto de oración (“una vez que Jesús estaba orando…”), al igual que la elección de los doce (Lc 6,12) o la transfiguración (Lc 9,28). Y es que, según el pensamiento de Lucas, solo desde la oración se puede aceptar que “el Mesías tenía que padecer” (Lc 24,26), profecía paradójica que se anuncia en la primera lectura del profeta Zacarías: “Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito” (Zac 12,10).
 
  
En su texto, Lucas sintetiza el relato de Marcos y olvida la reacción negativa de Pedro. Prefiere centrarse en el discurso de Jesús: el primer anuncio del destino sufriente del Mesías implica que también sus discípulos se nieguen a sí mismos, carguen con su cruz de cada día y lo sigan. Así pues, los cristianos son llamados a adoptar la misma existencia paradójica de Cristo.
 
 
La segunda lectura (Gal 3,26-29) recoge probablemente una primitiva fórmula bautismal o, al menos, expresa la convicción profunda que tenían los primeros cristianos acerca del bautismo. En virtud de este sacramento, ellos se convertían en hijos de Dios, herederos de las promesas de Abrahán; se revestían de Cristo y se transformaban en una sola cosa, un solo cuerpo, en Cristo. Esta nueva identidad disolvía toda diferencia étnico-religiosa (judíos y gentiles), social (esclavos y libres) o sexual (hombres y mujeres). Ser en Cristo comportaba una nueva vida. ¿Celebran hoy nuestras comunidades cristianas el bautismo desde de esta honda convicción?
 

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