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II DOMINGO DE CUARESMA

 

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.

De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo".

Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.

Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo".

Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.

 

Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos".

 

Comentario de Miguel Ángel Garzón

Gn 12,1-4; Sal 32; 2Tm 1,8-10; Mt 17,1-9

 

Las lecturas de este domingo nos hacen contemplar ya la luz de la Pascua. La primera lectura presenta la llamada de Abrahán. El Señor le pide abandonar su pasado y caminar hacia un futuro desconocido y humanamente imposible (una tierra y una descendencia numerosa para unos padres ancianos y estériles). Es un momento decisivo en la historia de la salvación: después de la dispersión de Babel (Gn 11), Dios elige un hombre para bendecir a todas las familias de la tierra. Abrahán responde con fe y se pone en camino.

 

Este camino desemboca en el camino de Jesús de Nazaret. El evangelio relata un momento particular de este camino. Jesús acaba de anunciar su muerte y resurrección, provocando asombro y resistencia en los discípulos. Con tres de ellos sube a un monte alto, lugar de manifestación divina. Allí Jesús se trasfigura delante de ellos dejando entrever, en su rostro y en sus vestidos, la luz resplandeciente como el sol. Moisés y Elías (representantes de la Ley y los Profetas, y testigos de la presencia gloriosa de Dios en la montaña santa, Sinaí, Horeb) aparecen para conversar con él. Jesucristo es la luz divina que interpreta y lleva a cumplimiento la Escritura. Como en el bautismo, la voz celestial revela al Hijo, como mesías rey y siervo que va al sacrificio (“mi hijo” Sal 2; “el amado” Gn 22; “mi predilecto” Is 42), al que hay que escuchar. Si la luz trasfigurada de Jesús llenó de paz a los discípulos, el misterio divino con su revelación (nube y voz) los deja atemorizados. Pero Jesús con su presencia (voz y mano) los vuelve a situar en el camino hacia la Pascua. Será el momento de comprender lo que ha acontecido. Hasta entonces es necesario conservar en silencio este momento, y seguir detrás del maestro, hasta contemplar, en su rostro desfigurado y su cuerpo desnudo, la gloria de la luz de la resurrección.

 

Pablo acude a este misterio para animar a Timoteo a tomar parte en los duros trabajos del evangelio: Dios ha mostrado su gracia al aparecer Jesucristo, él destruyó la muerte y nos salvó, sacando a la luz la vida inmortal. La cruz se hace presente en el seguimiento y la tarea evangelizadora. Pero la luz de la resurrección de Cristo se convierte en tierra prometida, donde ya hemos recibido la bendición de Dios.

 

 


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