Homilía de Monseñor Saiz Meneses en el I Congreso Nacional de Hermandades de los Gitanos (27-10-2023)

Homilía de Monseñor Saiz Meneses en el I Congreso Nacional de Hermandades de los Gitanos (27-10-2023)

Catedral de Sevilla, 27 de octubre de 2023.

Es la primera vez que se celebra un Congreso Nacional de Hermandades de los Gitanos en España. Sed bienvenidos a Sevilla, sede de este Congreso. Bienvenidos a nuestra Catedral, que es la vuestra, la de la familia de los hijos de Dios que peregrinan como Iglesia en esta tierra. En este Congreso reflexionaremos sobre la pertenencia y participación de los gitanos españoles en la Iglesia Católica, para seguir creciendo en esa participación y asumiendo responsabilidades; también será ocasión de potenciar el conocimiento de la realidad social del Pueblo Gitano, de favorecer el conocimiento de las distintas Hermandades de Gitanos de España, de afrontar proyectos sociales conjuntos, y de fomentar la devoción del Beato Ceferino Giménez Malla en el 25º aniversario de su beatificación.

¿Por qué estamos aquí? Porque creemos en Dios, porque creemos en Cristo, el Hijo eterno de Dios, que nos ha salvado dando su vida en la Cruz. Lo hemos escuchado en la primera lectura: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna” (Heb 5, 7-9). Él nos ha traído aquí, para celebrar este Primer Congreso Nacional de Hermandades de los Gitanos, de España, que será un momento de gracia y salvación, un momento de alegría y esperanza, un momento de reconciliación y de paz, que tanta falta hace en nuestro mundo.

El misterio pascual de su muerte en cruz y su resurrección está en el centro de la buena nueva. La muerte en la cruz no es un hecho aislado, es la culminación de su existencia, toda ella salvífica; es el gesto supremo de la intervención salvadora de Dios y del ofrecimiento de su gracia a la humanidad, es un acto de amor inmenso, es causa de nuestra vida. Podemos repetir con san Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Pero la vida de Cristo, entregada por amor hasta la muerte, no acaba en la cruz. Resucitado por el Padre, llega hasta nosotros como principio y fundamento de nuestra propia resurrección. Desde Cristo resucitado se nos revela el futuro de plenitud que puede esperar el ser humano y la garantía última ante el fracaso, la injusticia y la muerte. Él es la esperanza de la humanidad.

El centro de su predicación es el Reino de Dios, que ha sido inaugurado en la tierra por él y que tiene en la Iglesia su germen y comienzo. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, a los que lo acogen con un corazón humilde, y los pecadores son invitados a convertirse y entrar en el banquete del Reino. Se trata de un cambio en el hombre, en su interior profundo, con unas consecuencias también exteriores y sociales. Un Reino de gozo, cuya ley es el amor y cuya carta magna son las Bienaventuranzas. Jesús comienza la predicación del Reino respondiendo a las inquietudes más profundas del corazón humano: la búsqueda de la felicidad. Esta búsqueda es el centro de la vida humana, y es justamente la felicidad, la plenitud, lo que Jesús anuncia y promete. Pero la coloca donde el hombre menos podía imaginar: no en el poseer, ni el dominar, ni el triunfar, sino en amar y ser amado.

Cristo se hace presente en la vida de toda persona y se revela como Camino, Verdad y Vida, sacia su sed de felicidad y llena de sentido su vida. Ese encuentro transforma la existencia, la compromete y es el comienzo de una relación de amistad con él. Cristo, además, hace partícipe de la misión que el Padre le ha encomendado. La iniciativa es suya, es él quien llama y elige personalmente, y envía a los elegidos para que den un fruto abundante. La única forma de dar fruto es la unión con él, permaneciendo unidos como los sarmientos a la vid, y también vivir la unidad con los hermanos. Este camino de seguimiento, de intimidad, de envío al mundo, se ha de recorrer con confianza, con esperanza firme y sin temor, con la seguridad que da el saber que quien envía, está presente con nosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20).

Estamos aquí porque nos ha traído Nuestro Señor Jesucristo; y estamos aquí porque nos ha traído María Santísima, su madre y madre nuestra. María es Madre de Dios y madre nuestra. Es verdaderamente Madre de Dios porque es la Madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es verdadero Dios. Es realmente madre nuestra porque Jesús antes de morir en la cruz, le encargó una nueva misión: ser la madre de todos los creyentes. Lo hemos escuchado en el evangelio: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19,25-27).

Las palabras que Jesús dirige a María y a Juan revelan sus sentimientos en el momento de su agonía y a la vez contienen un profundo significado para la fe y para nuestra vida entera. El Señor, poco antes de morir, establece unas relaciones nuevas entre María y los cristianos. Más allá de la preocupación de un hijo por la situación en que quedará su madre, la entrega recíproca que hace Jesús constituye el hecho más importante para comprender el papel de la Virgen María en la historia de la salvación.

Jesús después afirmará que todo estaba cumplido (cf. Jn 19,28). Por lo tanto, son palabras pronunciadas en el momento cumbre de su misión salvífica. María queda convertida en madre de todos los hombres; su maternidad establece un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a entregar su vida por la salvación de todos. El encargo principal de Jesús no es confiar su madre a Juan, sino confiar el discípulo a María, a la que asigna una nueva misión materna. Desde la cruz recibe una nueva misión. A partir de la cruz se convierte en madre de una manera nueva: madre de todos los discípulos de su Hijo, Jesús.

La maternidad universal de María, Madre de todos los creyentes, recuerda de alguna manera a Eva, «madre de todos los vivientes» (cf. Gén 3,20). Ahora bien, mientras Eva contribuyó a la entrada del pecado en el mundo, María coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. María llevó a cabo una colaboración activa con su Hijo en la obra se la redención desde el principio hasta el final. Nosotros, pobres y pequeños como somos, estamos llamados también a cumplir una misión en la vida, en el mundo, en la Iglesia. María Santísima será la Madre y Maestra que nos enseña a cumplir nuestra pequeña misión con confianza y generosidad.

Queridos hermanos y hermanas que participáis en este Primer Congreso Nacional de Hermandades de los Gitanos. Que el Señor bendiga vuestros trabajos con un fruto abundante; que María Santísima os proteja siempre y os guíe en los trabajos de estos días. Así sea.

 

 


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