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XXX Domingo del Tiempo Ordinario

 

Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: 

"Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?".

Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. 

Este es el más grande y el primer mandamiento. 

El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 
De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas". 

 

Comentario de Pablo Díez

 Éx 22,20-26; Sal 17,2-3a.3bc-4.47.51ab; 1Tes 1,5c-10; Mt 22,34-40

 

A los lectores del pasaje del evangelio les puede resultar difícil saber en qué consiste la malicia de la pregunta que el letrado formula a Jesús. La cuestión, que traducida literalmente sería: ¿qué mandamiento es grande en la Ley?, parece en principio razonable, porque los letrados de la época distinguían en la Ley, con arreglo a diferentes perspectivas, entre mandamientos pequeños y grandes (el total llegaba a 613 mandamientos: 248 preceptos y 365 prohibiciones), y su concepción sobre la severidad de las exigencias de Dios les hacía, por un lado, subrayar constantemente que también los preceptos pequeños eran de máximo peso, y por otro, les obligaba a estudiar los principios fundamentales de la Torá, para determinar dónde radicaba lo decisivo y cómo emanaban los preceptos unos de otros. Todo lo cual desembocaba en disputas sutiles e interminables en las que pretenden involucrar a Jesús.

 

Jesús evita toda ocasión de discusión y vanas cavilaciones, pero con su respuesta no defrauda a su interlocutor. Cita, en primer lugar, parte de la profesión de fe que todo israelita reza diariamente (Dt 6,5), el precepto del amor a Dios, que en la interpretación judía se plasma en actos de obediencia (con todo tu corazón), piedad (con toda tu alma)  y fidelidad (con todo tu ser). Amar a Dios no evoca a los lectores un sentimiento, ni oraciones, ni una mística que huye del mundo, sino el conocimiento del Dios único y la obediencia a Él dentro del mundo. Esta concepción del amor de Dios que acaba de introducir Jesús como primer mandamiento reclama necesariamente el segundo, de ahí que lo enuncie aún cuando no se lo hayan pedido. La correlación entre ambos mandamientos viene marcada por el término “semejante” que los coloca en el mismo plano.

 

El mandamiento del amor al prójimo, tomado de Lv 19,18, encuentra su fundamento y su plasmación práctica en Ex 22,20-26. La exigencia de este precepto se apoya en dos pilares: la propia experiencia de Israel que ha sido extranjero, oprimido, pobre y vejado; y la empatía de Dios con los más frágiles que se pone de manifiesto en que escucha indefectiblemente su grito de auxilio, su invocación en el peligro (Sal 17,4), tal como lo experimento Israel en Egipto (Ex 3,7). El creyente que, como el salmista, expresa su amor a Dios por el auxilio recibido en una situación límite (Sal 17,5-7), tiene necesariamente que reproducir para con sus semejantes la solicitud que Dios ha tenido con él. Es, parafraseando la expresión paulina, el modo de servir al Dios vivo y verdadero. 

 


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