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XXX Domingo del tiempo ordinario

 

Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: 

"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. 

El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. 

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. 

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado". 

 

Comentario de Miguel Ángel Garzón

Eclo 35,12-14.16-18; Sal 33; 2Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14

 

Las lecturas de este domingo vuelven a subrayar el valor de la oración. Presentan el rostro de un Dios justo que escucha al pobre.

 

El texto del Eclesiástico y el Salmo describen esta actitud de Dios, juez justo e imparcial. Su parte son los pobres y necesitados. Los gritos de dolor que rompen el corazón de los pobres, también atraviesan las nubes para llegar a los oídos y al corazón de Dios. La insistencia y constancia hacen que la súplica sea escuchada por Dios.

 

El evangelio nos ofrece un ejemplo con una parábola propia del evangelista Lucas. Los destinatarios son aquellos que por creerse justos y salvados, desprecian a los demás. Para descalificar esta actitud Jesús proclama la parábola del fariseo y el publicano. La narración está construida en forma de comparación contrapuesta. Los dos personajes van al mismo lugar (templo) para orar al mismo Dios (¡Oh Dios!). Pero les diferencian muchas cosas: su estatus social y religioso: uno fariseo, otro publicano; su postura exterior que refleja su conciencia interior: uno erguido (orgullo), el otro se queda atrás, no levanta la cabeza y se golpea el pecho (vergüenza); su oración: uno la dirige hacia sí mismo, el otro a Dios; la extensión y el contenido: uno da gracias extensamente por no ser como los pecadores pues cumple más de lo prescrito por la ley (ayuno y diezmos en demasía), el otro se confiesa pecador y sólo pide compasión. El fariseo engreído solo se mira a sí mismo, su orgullo lo aleja de los demás, y también de Dios. El publicano tiene puesta su mirada en el Señor, aunque no se atreva a levantar la cabeza. Por eso, Jesús culmina la enseñanza constatando que el publicano regresó a casa justificado (salvado), trasformado, y el fariseo no. La sentencia final aporta la clave interpretativa: quien se ensalza es humillado, pero el que se humilla es enaltecido. Este es precisamente el camino de Jesús.

 

Pablo es testigo del Dios que escucha y auxilia al necesitado. Así lo manifiesta a Timoteo, a modo de “testamento espiritual”, a las puertas de su muerte, entendida como sacrificio. Ha sufrido enormemente por el anuncio del evangelio, en el combate de la fe, pero Dios lo ha librado de la boca del león. Ya solo le queda aguardar la corona, que le otorgará el Señor, justo juez. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos! Amén.

 


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