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XXIX Domingo del tiempo ordinario

 

Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: 
"En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres;  y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: 'Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario'.  Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: 'Yo no temo a Dios ni me importan los hombres,  pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme'". 
Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto.  Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar?  Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?". 

 

Comentario de Pablo Díez

(Ex 17,8-13; Sal 20,1-2.3-4.5-6.7-8; 2Tim 3,14–4,2; Lc 18,1-8).

 

La oración se presenta como el principio vertebrador de la propuesta que nos hacen las lecturas de este domingo. Lucas introduce la parábola teniendo cuidado de expresar el sentido que le confiere (Lc 18,1): la oración incesante es indispensable, así como la lucha contra el desfallecimiento. No se trata de una oración ininterrumpida, perpetua, sino de un clima de oración que vaya ritmando la existencia cristiana hasta que lleguen los anunciados “días del Hijo del Hombre” (Lc 18,8). La expresión “sin desanimarse” precisa mejor la idea, apuntando a la actitud de Jesús en sus momentos más lóbregos (Lc 22,41-44), y a la de la comunidad cristiana cuando surge la persecución (Hch 4,24.31; 12,5). Un doble peligro amenaza a los fieles cuando pretender orar: el riesgo interior de la duda y el desfallecimiento, y el peligro exterior de las distracciones mundanas.

Las adversidades a superar aparecen caracterizadas en la parábola bajo la figura de un juez, cuya conciencia y ética profesional están a cero. Lucas lo presenta transgrediendo el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Ante este formidable adversario, la comunidad cristiana aparece caracterizada como una viuda, símbolo por excelencia del desamparo y la pobreza. Así concebida, la Iglesia vive su elección bajo el signo de la cruz y del desamparo social. Pero, su única baza es permanecer, al igual que la viuda, como demandante impertérrita ante el tribunal. El salmo nos muestra la raíz de esta constancia, planteando la situación de un hombre desolado que busca ayuda. El posible contexto litúrgico de la composición nos permite vislumbrar a un peregrino que, cansado, se detiene antes de comenzar la subida (a la ciudad santa). Sabe que necesita unas fuerzas que no tiene, y empieza a ascender con la mirada: por los montes se empina la tierra hacia la altura, y la mirada continúa su ascensión, transcendiendo de un salto lo creado para detenerse ante el creador. Los montes son una mediación, san Agustín los compara con la Escritura (Sermón 46,24-25), nos elevan, como dice el apóstol, nos equipan (2Tim 3,16-17) para alcanzar el destino final de nuestra ascensión, que no es otro que Dios. Pero, es preciso no desfallecer en la oración, mantener los brazos en alto para asegurar la derrota de nuestro Amalec particular. Dios es fiel y, por muy alejada que parezca, su intervención final es segura.   


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