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V Domingo de Pascua

 

 
Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto.
 
 
Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los ju díos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
 
 
Les doy un mandamiento nue vo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»
 
 
Comentario de Álvaro Pereira
 
 
Parecería poco adecuado mencionar en el gozoso tiempo pascual traiciones, lágrimas y sufrimientos. Y, sin embargo, la Iglesia nos propone la contemplación de dichas realidades desde la nueva luz que arroja la Pascua.
 
 
Adoptamos la perspectiva de la historia de la salvación: de la tribulación arquetípica, aquella que sufrió Jesús, el Hijo del Hombre, pasando por los sufrimientos apostólicos de la Iglesia, hasta culminar en la esperanza final de la aniquilación del mar, símbolo de todo mal.
 
 
El cuarto evangelio anuncia varias veces la glorificación de Jesús (Jn 7,39; 12,16; 12,28). Esta llega precisamente cuando Judas se va para entregarlo. «Ahora» es el momento porque se precipita su muerte. Es un «ahora» colmado de aceptación —aún sabiendo quién lo iba a entregar, Jesús no forzó a Judas—. El evangelista lo presenta como un intercambio: Jesús glorifica al Padre, merced a su obediencia y entrega total, y el Padre lo glorificará, asociándolo por la resurrección a su gloria eterna. Y este «ahora» es también el momento de la revelación del mandamiento nuevo. Solo de la Pascua, el evento cimero que revela el amor del Señor, brota el amor recíproco de los discípulos. Esta señal, de perfiles cruciformes, será a partir de ahora la marca de nuestra identidad.
 
 
En la primera lectura, Bernabé y Pablo vuelven de su primer viaje en el que se han introducido en el interior de Asia Menor, la actual Turquía, y han asentado nuevas comunidades gentiles. Llama la atención la exhortación que dirigen a los discípulos «exhortándolos a perseverar en la fe y diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios». En medio del relato animoso de la propagación del evangelio, Lucas no silencia los sufrimientos apostólicos que, según él, son de alguna manera «necesarios». Como necesario era que el Mesías padeciera (Lc 24,26; Hch 3,18) y que Pablo sufriera por su nombre (Hch 9,16), así también los creyentes deben aceptar que la irrupción del Reino implica fatigas, desvelos y hostilidades, con la firme esperanza de que, según el Apocalipsis, Dios lo hace todo nuevo: nueva Jerusalén, como ciudad y esposa nueva, nueva tierra y nuevo cielo, todo divinamente nuevo.
 

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