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V DOMINGO DE ADVIENTO

 

Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. 
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. 
Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. 
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados". 
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: 
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros". 
Al despertar, José hizo lo que el Angel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa.

 

Comentario de Miguel Ángel Garzón

Is 7,10-14; Sal 23; Rm 1,1-7; Mt 1,18-24

 

Este último domingo de Adviento las lecturas centran nuestra mirada en el anuncio del nacimiento de Jesucristo. El pasaje del profeta Isaías nos presenta la promesa del Emmanuel. El rey Acaz había recibido una amenaza de muerte que acabaría con la dinastía davídica. Isaías le había pedido fe (cf. Is 7,1-9). El mismo Señor le insta a que pida un signo que pruebe su poder para salvar. Pero el rey se muestra reticente a causa de su temor y falta de fe aferrándose a sus propios planes políticos. Entonces Dios toma la iniciativa, permaneciendo fiel a su promesa a la casa de David (cf. 2Sm 7), y le ofrece un signo. La mujer (no se dice quién es, probablemente la esposa del rey) ha concebido un hijo que llevará en su nombre la prueba del poder de Dios y de su compromiso con la salvación del pueblo: “Dios-con-nosotros”.

El evangelista Mateo señala el cumplimiento final de esta promesa al narrarnos el anuncio del nacimiento de Jesús a José, tal como lo hace Lucas con María. El inicio de la escena sitúa el momento. José y María estaban en el período de desposorios, tiempo anual de compromiso aunque todavía sin vivir juntos. María había concebido un hijo por obra del Espíritu Santo. José que era bueno (“justo”), es decir, fiel cumplidor de la ley, decide despedirla en secreto y no denunciarla públicamente para  no poner en peligro la vida de María (lapidación, Dt 22). En el momento de tomar esta resolución acontece la iluminación divina en el sueño (cauce bíblico de revelación). El ángel, enviado de Dios, le anuncia lo que ha sucedido y lo que tiene que hacer. José, pertenece a la dinastía de la que ha de nacer el Mesías Rey y tiene una misión: acoger al niño que ha sido concebido por obra del Espíritu Santo y ponerle por nombre Jesús (“Yahvé salva”) pues salvará a su pueblo de los pecados. Así se da cumplimiento a la promesa de Isaías sobre el nacimiento del Emmanuel; la virgen y el niño ya tienen nombre y rostro. José despierta y obedece a Dios, acogiendo en su casa-linaje a María y al niño concebido.

Pablo, en el grandioso inicio a la carta a los Romanos, refrenda este cumplimiento profético. Ha sido llamado como siervo de Cristo y apóstol del Evangelio de Dios. Un Evangelio que es el mismo Jesús, Hijo de Dios, nacido de la estirpe de David, que ha consumado su poder real con su resurrección de los muertos, siendo constituido así, por el Espíritu Santo, Señor del Universo, Rey de la gloria (Salmo). La misión de Pablo, y de toda la Iglesia, es llevar esta Buena Nueva a todos los hombres, para que desde la fe formemos el pueblo santo de Dios.

 


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