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II Domingo de Adviento

 

Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios. 
Como está escrito en el libro del profeta Isaías: Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. 
Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos, 
así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. 
Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. 
Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: 
"Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. 
Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo". 

 

 

Comentario de Álvaro Pereira

 

 

Las lecturas de hoy, de diferentes modos y con imágenes diversas, comparten la firme convicción de que el Señor ha irrumpido en la historia y va a cambiar su destino. El creyente está llamado a reconocer sus diferentes venidas: en la vuelta del destierro, delante del pueblo (primera lectura); detrás de Juan el Bautista, para dar comienzo al evangelio y bautizar con Espíritu (evangelio); al final de la historia, para recrear los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habite la justicia (segunda lectura).

 

El Segundo Isaías, allá por el 539 a. C., cuando Babilonia fue derrotada por el rey persa Ciro, pronuncia un precioso oráculo de consolación. En él anuncia a su pueblo que ya ha sido reparado el castigo que Judá había merecido por sus infidelidades incontables. El destierro acaba. Por fin van a volver. «Llega el final del castigo porque llega el comienzo de la vuelta» (Schokël). El Señor los precede en este nuevo éxodo. La gloria del Señor que había aparecido junto al mar Rojo (Ex 14,17) ahora se revela a todos los hombres. El profeta, ahora heraldo y evangelista, debe anunciar a las ciudades de Judá que llega la comitiva triunfal de los desterrados, para recibir la recompensa y ser apacentados por su divino Pastor.

 

Este oráculo de salvación desborda los hechos inmediatos y apunta a una liberación mayor. Por eso Marcos inicia su evangelio con las palabras de Isaías 40. Juan el Bautista es el mensajero profetizado que prepara los caminos del Señor, perdonando los pecados del pueblo en el desierto por medio de un bautismo de conversión. Él, vestido como nuevo Elías, certifica que llega el Mesías esperado. Así pues los tiempos nuevos se han acercado. Con Jesucristo, el Hijo de Dios, cuyo evangelio hoy se inaugura, adviene la aurora de la salvación.

 

Ahora bien, la primera venida de Cristo no es el final, sino anuncio del adviento definitivo, la venida en poder que glosa la segunda carta del apóstol Pedro. En ella hay una enseñanza importante para aquellos que se preguntaban —y lo siguen haciendo— por qué el Señor tarda en llegar: Él no se retrasa, somos nosotros los que aún no estamos preparados. La paciencia de Dios es nuestra salvación. Por eso, tanto el imperativo evangélico («¡preparad el camino al Señor!») como la advertencia petrina a ser inmaculados e irreprochables no solo son una urgente exhortación moral, representan un anuncio esperanzado de la venida final del Señor.


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