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El chivo y lo banal

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Los radicales necesitan chivos expiatorios. Esto, que es una obviedad, se pone de manifiesto a lo largo de la Historia en distintos momentos: allende la Roma Imperial, el chivo expiatorio de todos los males, con Nerón al toque histrión de su arpa, fueron los cristianos, reducidos a las catacumbas, como ya saben, por aquello de que eran fácil carnaza para el esperpento imperial de turno. Luego de aquél dislate, la Historia nos ha dado numerosos ejemplos, quizás el más doloroso de nuestra Historia Contemporánea sea la persecución de los judíos por el régimen nazi, bajo el silencio a veces cómplice a veces emparentado en lo que Hannah Arendt llamó acertadamente la “banalidad del mal, que quedó al descubierto claramente en el proceso seguido contra Adolf Eichman a principios de la década de los 60. Luego, como nos dejan vivir en la creencia de que ya nos hemos civilizado, queremos pensar que estas persecuciones contra chivos expiatorios han dejado de existir sin embargo de que, por desgracia, son un mal que aqueja de una manera u otra a la Humanidad de forma periódica y reticente. Pareciera que, como la energía, la banalidad del mal ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma, parafraseando a Lavoisier, bien sea cierto que en cada transformación, siguiendo a Einstein, se produce un principio de degradación que reduce su utilidad… o futilidad, deberíamos decir.

En nuestra sociedad nunca acabará esta gran desgracia por la que se acredita que los radicales necesitan chivos expiatorios. En nuestra política nacional, ese chivo expiatorio suele ser el partido contrario, pero es curioso que tantas veces se utilicen sensibilidades ajenas a lo político, como tantas veces es la cuestión religiosa, para atizar cargas de profundidad al enemigo político. En los religioso, en España los cristianos somos parte de ese Don Tancredo al que se dirigen todo tipo de burlas, mofas, faltas de respeto, agresiones, muchas veces amparadas en un deformado y más que expansivo concepto de libertad de expresión o creación que a veces pone en evidencia la falta de sustento principal del legislador, por un lado, y del juez, por otro.

Estos días asistimos no sin sonrojo a sucesivos casos en donde se pone en evidencia un grave desequilibrio entre libertades, sobre todo en detrimento de la libertad religiosa, y en beneficio de malentendidas libertades de expresión, de manifestación o de pensamiento. Algunos casos surgidos en el último año son especialmente paradigmáticos: un señor que roba formas consagradas y con amparo de la Administración Pública, comete un sacrilegio y un delito contra la Libertad Religiosa haciendo blasfemia y afrenta al mismo Cuerpo de Cristo; una señorita que organiza una manifestación en la que invade un templo y blasfema y ataca desnuda la oración y la sacralidad del recinto religioso; un señor que expone una supuesta obra de arte, al amparo de la Administración Pública, en la que se generaliza la superchería de que todos los curas son pederastas a través de una imagen rastrera y procaz, exenta de todo sentido artístico; pintadas injuriosas en centros educativos religiosos, parroquias, en la Catedral de Granada, y hasta un conato de incendio a las puertas de un templo por supuestos radicales …; políticos que juegan a atacar a la Iglesia a cualquier precio, a sabiendas de que casi nadie les va a responder en sus ataques, y mediatizado a su favor el sentir común del 75% de la población católica española…; una alcaldesa que ampara una blasfemia contra el padrenuestro blasfemo, la oración más importante y, sobre todo, tierna y sencilla que mejor conocen todos los cristianos y la mayoría de los no cristianos del mundo…; Miguel Bosé profanando públicamente la imagen de la Virgen María en un concierto, tolerándosele semejante desmán como si fuere una bonita expresión de su libertad estética… Y por último, la posición de la izquierda radical sevillana, exigiendo prohibir la asistencia de ediles en nuestras cofradías, vetar al mismo Arzobispo como autoridad o promover el callejero laico, y ello en la muy mariana e invicta Sevilla, cuya historia misma es cristiana y la lleva escrita en el mismo escudo de la ciudad.

Y en el fondo lo que más desconcierta es que en su mayoría se trata de ataques sin fundamento, ataques que van contra una Iglesia Católica que nada tiene que ver con la imagen o la idea de la Iglesia que tienen estos atacantes, injurias nunca provocadas por nadie concreto dentro de la Iglesia, sino cuyo origen no es otro que un odio o una aversión a la Iglesia sin explicación ni causa. Y, por ende, injurias que tienen difícil contestación porque se amparan en un sentimiento religioso que tantas veces no se puede contagiar a quien debe juzgar estas injurias, la mayoría de las veces cayendo en una cierta banalización por parte de no pocos jueces, que restan importancia a las mismas, hasta que, llegados a un punto de no retorno, ya se traspasa el límite de la injuria y se causa un daño sin posibilidad alguna de reparación.

Como reconoce nuestro Arzobispo D. Juan José Asenjo en una entrevista estos días, con acertada razón: “La Iglesia no es en estos momentos ningún poder fáctico, como otras instituciones que en otro tiempo pudieron ser relevantes y hoy representan bien poco. Esa consideración se debe a una especie de inercia o a falta de información sobre lo que la Iglesia significa en estos momentos.” Y habría que apostillar: tampoco tenemos intención de serlo, es decir, la misión de la Iglesia, al menos de la Iglesia en la que vivo y comparto cada día, no es la de constituirse en poder fáctico, sino la de inculcar el mensaje de Jesucristo y construir el Reino de Dios en la Tierra. Luego de siglos de experiencia, la Iglesia Católica actual es otra muy distinta de la que se mediatiza como chivo expiatorio para todos estos que se dedican a atizarnos a diestro y siniestro, sacando réditos de sus mamporros.  Estoy con D. Juan José Asenjo en una de sus afirmaciones: “Me gustaría que los políticos también defendieran la libertad religiosa, de manera que los creyentes no nos veamos tantas veces en los medios de comunicación, no voy a decir perseguidos porque no es el caso, pero sí ridiculizados.

Bajo el amparo de una mal entendida libertad de expresión, insultar a los cristianos en España sale tristemente gratis. Ni el legislador, ni nuestros políticos, ni muchos de nuestros jueces manifiestan una sensibilidad que desde aquí reivindico con urgencia, toda vez que a golpe de injuria y de falta de respeto, finalmente estamos construyendo una sociedad en la que la libertad de expresión está cayendo, ha caído ya desde hace tiempo, en puro libertinaje expresivo. La conversión de las libertades en libertinajes al paso del tiempo pasa factura a toda la sociedad. No es que vivamos momentos de persecución, pero sí de enclaustramiento a las sacristías: a los cristianos se nos ridiculiza, se pretende que se nos convierta en los Don Tancredo del patio del colegio, con clara gratuidad para el insulto o la mofa, y con clara intención de encerrarnos en las sacristías. Confiemos en que, como escribió Hannah Arendt, “sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical”. Una sociedad afincada en la indiferencia y la futilidad de sus errores o maldades acaba degradándose hasta su propia desaparición. El mal no produce nunca nada permanente, se queda en la epidermis de sus monstruos produciendo una costra que la frescura de la fe y la esperanza consiguen eliminar con el tesón del tiempo. No me cabe duda de que el que insulta demuestra su cobardía y su propia debilidad, desde luego; pero tengo más dudas de cuáles sean las conclusiones deducibles respecto de aquéllos que pasan indiferentes ante el insulto o la injuria: esa banalidad del mal de quien consiente por omisión, al paso del tiempo acaba dibujando una sociedad sumisa a su culpabilidad, hundida en su miseria puesta al descubierto al paso del tiempo.

 


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