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CRIMEN PESSIMUS

    Aproximarse a la pederastia en la Iglesia requiere de muchas precauciones. Por desgracia, en mi faceta de abogado he tenido que vivirlo recientemente de cerca, en tanto que en ocasiones he recibido consultas al respecto, desde dentro y desde no tan adentro de la Iglesia. Mi reflexión sobre este gravísimo problema no es ajena a una serie de cuestiones de orden, sencillas de comprender, pero complicadas de exponer si se considera la carga social que conlleva el problema.

    Mi primer planteamiento es ajeno, sin embargo, al problema de fondo. La Iglesia, en tanto que institución en el mundo, sufre los vaivenes de este mundo en el que se inserta, no sólo en tanto que institución de inspiración divina pero construida por hombres, con sus aciertos y desaciertos; cuanto que institución que por su propia naturaleza sufre también las heridas de este mundo en el que vive. Con frecuencia una de estas heridas es tratar todos los problemas desde una sola óptica: estamos tan insertos en una sociedad politizada, que tendemos a tratar a la Iglesia como un ente puramente político, como la Iglesia sólo estuviera formada por sus cardenales, la jerarquía, los obispos y no todos los curas, porque cuando, por ejemplo, se habla de los curas párrocos que hacen su labor callada tantas veces desde sus parroquias, la mayoría con graves carencias, o cuando se trata de considerar cualquier problema desde la óptica del laico feligrés que hace su trabajo voluntario y silencioso desde esas mismas parroquias, parece que el mismo concepto de Iglesia toma una dimensión superior desde el que determinados problemas toman un sentido diferente.

    En cualquier caso, visto desde adentro, el problema de la pederastia en la Iglesia en verdad es el problema de la sociedad en general con el tratamiento de la sexualidad y la naturalización de comportamientos de dudoso beneficio para la persona. En tanto que institución formada por mujeres y hombres, la Iglesia se ve abocada a sufrir también los pecados de sus mujeres y sus hombres, uno de los cuales, de no poca gravedad desde luego, es el de la pederastia. No obstante, y gracias a Dios, llevo 45 años en la Iglesia, mi Iglesia, y debo reconocer que en todo este tiempo, habiendo tratado con multitud de sacerdotes, monjas, frailes, congregaciones, instituciones y de todo, nunca me he encontrado de frente con ningún caso. Con ello no quiero decir que no existan, que desgraciadamente eso es innegable, sino que la realidad de este problema cuantitativamente hablando es muy reducida, si bien cualitativamente es inadmisible: cada caso, meramente sospechoso, de pederastia en la Iglesia exige un tratamiento inmediato, un cambio de postura en todos los que formamos parte de la Iglesia, y nos obliga a posicionarnos en primerísimo lugar al lado de la víctima, sea como fuere cada caso, si bien con todas las precauciones que se quieran respecto a la reputación de los afectados en muchos supuestos. En la Iglesia tenemos que aceptar la dimensión estigmatizadora de ciertos comportamientos, es decir, de alguna forma se trata de poner la otra mejilla cuando surgen acusaciones respecto a las reacciones ante algunos casos de pederastia hasta ahora, que han sido llevados con a veces un extraño sigilo, las más de las veces debido a un amor a la institución por encima del amor a las personas. La intención de no perjudicar a la Iglesia no puede ser la razón de que algunos casos hayan permanecido en el silencio o se hayan tratado con actuaciones indebidas: precisamente, supone un perjuicio mayor actuar con un indebido sigilo, ocultando los casos, o no actuando conforme a las instrucciones emanadas en la Iglesia ya desde 1922, revisada por el mismo Juan XXIII en la instrucción "Crimen Sollicitationis" en 1962, donde se explicita claramente la obligación de denunciar los delitos; igualmente el documento "De delictis gravioribus" del entonces cardenal  Ratzinger y del cardenal Bertone, en 2001, que para evitar encubrimientos y corruptelas locales, asigna la competencia sobre cuestiones de pedofilia nada menos que a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Los casos de encubrimiento se deben sobre todo a una deslealtad al magisterio de la Iglesia y a las disposiciones del Papa.

    Echo en falta sin embargo protocolos más claros y definidos ante este tipo de situaciones. Echo en falta un guión preestablecido, ajeno a consideraciones de otro orden, en el que desde la Iglesia se defina claramente cómo y quién debe actuar ante la mera sospecha de cualquier caso doloroso de pederastia. Observo la confusión de algunos sacerdotes cuando atisban siquiera la mera posibilidad de encontrarse con algún supuesto siquiera lejano ante delitos de orden sexual: la mera posesión de imágenes indebidas, lo que hoy en día se llama sexting entre adolescentes, por ejemplo, supone para educadores y sacerdotes una confusión importante, porque no saben exactamente los pasos que deben dar para evaluar cada supuesto, comunicarlo a instancias superiores, actuar junto a los padres de los menores afectados, o sencillamente poner alguna información a disposición de las autoridades, si llega el caso…

    Saludo con esperanza y felicitaciones, por tanto, el trabajo de la Comisión creada por su Santidad para actuar contra la pederastia dentro de la Iglesia. Tienen un trabajo complicado encima de la mesa, porque además de sanear la institución hacia adentro, atajar los casos y trazar líneas de actuación, requerirá que establezcan protocolos no sólo para actuar en el futuro, sino también para estudiar las causas de cada supuesto y arbitrar soluciones que eviten un sólo caso más.


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