XXX Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna.
Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”.
Llamaron al ciego, diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha curado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Comentario de Antonio J. Guerra
El Evangelio nos muestra a Jesús cerca ya de la meta de su peregrinación; ya sólo le resta una jornada de camino, la subida desde Jericó a Jerusalén. Ya ha dejado claro por tres veces a sus discípulos que la meta de su viaje es dar la vida. En los albores de su Pasión, el encuentro con el ciego Bartimeo cobra una importancia inusitada, ya que va a reflejar al discípulo ideal, el que está dispuesto a seguir a su Maestro hasta la cruz, sea cual sea el obstáculo. Representa este ciego el modelo de orante confiado que no se desanima, sino que se crece ante la dificultad. El mendigo al sentir cercana la presencia de su Salvador le invoca con pasión y confianza “Señor, ten piedad” (Kyrie Eleison). La parada de Jesús refleja la misericordia que Dios tiene con los débiles, y trae a la memoria la lectura de Jeremías y el Salmo 125 (“El Señor ha estado grande con nosotros”). La llamada de Jesús provoca una reacción en el ciego y recuerda a la de los primeros apóstoles que “lo dejaron todo…” para ponerse en sus manos. El ciego hace la petición acertada. Jesús muestra una vez más que su misión es la de abrir los ojos a los hombres para que comprendan lo relativo a Él y a su camino. Y el ciego vio a Jesús y lo siguió, convirtiéndose así en el prototipo de discípulo cuya misión no es otra que acompañar a su Maestro en su pasión y muerte. En el Calvario el discípulo podrá comprobar cómo su Señor deja también su manto, como hace Bartimeo, para abrazar la Pasión y ponerse en las manos de su Padre.
