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XV Domingo del Tiempo Ordinario

buensamaritano3En aquel tiempo,  se levantó un maestro de la ley y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».  Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».  Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo».  Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».  Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?».  Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.  Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.  Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció,  y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó.  Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?».  Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

Comentario bíblico de Pablo Díez

 (Dt 30,10-14; Sal 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37; Col 1,15-20; Lc 10,25-37).

Tanto el Deuteronomio como el evangelio de Lucas insisten en que no hay justificación para no cumplir el precepto divino principal, articulado en el amor a Dios y al prójimo. No se puede argüir la imposibilidad de amar a Dios escudándose en su inaccesibilidad, ni la de amar al prójimo pretextando la dificultad de identificarlo. El propio interlocutor de Jesús une el amor a Dios y al prójimo (Lc 10,27), dándole ocasión de plantear un supuesto límite: dos personajes vinculados al culto (sacerdote y levita) se topan con alguien que puede estar muerto, si lo tocan quedarían impuros por una semana (Nm 19,11), y si se contaminan y participan luego en un acto de culto deben ser expulsados de Israel (Nm 19,11-13). Tienen que optar entre la observancia de la reglas de pureza ritual y la atención a un moribundo.

El tercer personaje, el samaritano, ya es impuro de por sí para la mentalidad judía, por lo que la presencia del herido no constituye una amenaza para la relación con Dios, sino su condición de posibilidad. El samaritano no se limita a observar a aquel hombre, sino que se “compadece”, es decir, se siente íntimamente implicado en su situación, tocado por su sufrimiento, lo cual le pone en acción para socorrerlo. Así, la pregunta del maestro de la Ley encuentra respuesta: no es el origen religioso, cultural o social el que define al prójimo, sino la capacidad de sentir compasión por el otro, entrando en la esfera del amor de Dios y consiguiendo amar a aquel a quien no ve, a través de la misericordia para con aquel a quien ve (1Jn 4,20).


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