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Domingo III de Cuaresma (ciclo A)

Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna

En aquel tiempo, llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta.  Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber».  Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).  Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».  La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?».  Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».  La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.  Señor, veo que tú eres un profeta.  Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén».  Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.  Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.  Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así.  Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad».  La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».  Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».

 En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho».  Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días.  Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

Jn, 4, 5-15.  19-25.  39-42

Comentario bíblico de Miguel Ángel Garzón

Ex 17,3-7; Sal 94; Rm 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42

Las lecturas presentan la salvación desde la simbología del agua y la sed. Continuando el recorrido cuaresmal por algunos momentos significativos de la historia de la salvación, después del paraíso-pecado y las promesas patriarcales, toca el turno al éxodo. El pueblo, tras ser liberado, se queja a Moisés (y a Dios) porque van a morir de sed en el desierto. Ponen a prueba (masá’) a Dios, dudando de su presencia en medio de ellos. El Señor responde a esta contienda (meribá) haciendo brotar agua de la roca del Horeb. El salmista invita a cantar a esta Roca de salvación, que es el mismo Dios, fortaleza del pueblo en su camino hacia la libertad (Sal 94).

Esta salvación acontece plenamente en Jesús, como bien muestra el evangelio, en el primero de los relatos joánicos propios del itinerario bautismal de cuaresma (Jn 4; 9; 11). Jesús, que tiene el agua que calma la sed y da la vida eterna, despierta en la samaritana la sed del agua viva. En el profundo diálogo que se entabla entre ambos se va desvelando la identidad sedienta de la mujer (pecadora necesitada de vida nueva, y pagana excluida) y la identidad de Jesús como el Mesías y Señor que otorga la salvación que no tiene fronteras ni exclusiones. La samaritana, dejando su vida pasada (cántaro), sale renovada de este encuentro habiendo “conocido el don de Dios” y, como discípula, se convierte en mensajera de la buena nueva que ha saciado su corazón.

Pablo muestra a los romanos este manantial de la gracia que nos salva. Toda persona puede recibirla por la fe en Jesucristo, el cual nos reconcilia con el Padre y nos hace ser hijos suyos. El amor de Dios se ha derramado como “agua viva” en nuestros corazones donde brota un surtidor que salta hasta la vida eterna (Jn 7).

Orar con la Palabra

1. ¿Has puesto a prueba al Señor alguna vez? ¿Por qué? ¿En qué modo has sentido su respuesta?

2. ¿De qué tienes sed? Como la samaritana, acude junto al Señor, ábrele tu corazón con sinceridad y deja que él vaya despertando en ti la sed del agua viva.

3. Jesús muestra el hambre y la sed de hacer la voluntad del Padre. ¿Compartes esta hambre y esta sed? ¿Hasta dónde llega tu entrega?

 

 

 


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