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UNA CIMA DE SEVILLA: EL CRISTO DEL MILLÓN

He subido a una de las cumbres de Sevilla. Una especie de Everest espiritual sevillano, una cima sólo alcanzable para unos pocos, como si fuera uno de esos “8000” que son la aspiración más alta de un alpinista. Me siento como Reinhold Meissner o Juanito Oyarzábal. No es que sea muy alta la cumbre, unos 30 metros. Pero indudablemente es una de las cumbres que Sevilla siempre miró desde el suelo, como se mira a la cima a la que siempre quisieras subir y nunca esperas conseguirlo. Es como una montaña dentro de la gran montaña hueca que es la Catedral de Sevilla. He escalado el mayor retablo del mundo, y estoy seguro de que el más bonito jamás construido. El Retablo Mayor, con el que también los canónigos bien cumplieron el legendario propósito de que las generaciones siguientes les tomaran por locos.

 

Como ya sabes, el Retablo Mayor de la Catedral de Sevilla está siendo restaurado por un equipo de magníficos profesionales, la empresa “Agora”, con Juan Aguilar a la cabeza. No sólo están devolviendo el esplendor de siglos a esta obra admirable de ingenio, arquitectura, escultura, policromía, estética y teología, sino que la inversión realizada por el Cabildo Catedral permitirá que no haya que volver a intervenir en el retablo hasta dentro de muchos decenios.

 

Me imagino que cuando un escalador llega a la cumbre anhelada se encuentra allí la bandera del primero que la subió, que es como una firma, y yo diría que casi hasta un título para reclamar su propiedad. Cuando subes a la cumbre del retablo mayor de la cristiandad, también hay una bandera, una propiedad. Allí, en la cima, está el que hizo cielos y tierra, pero está desnudo, herido, crucificado. En la cumbre de Sevilla, hace muchos siglos, el primero que llegó (¿el maestro escultor, un tallista, un canónigo valiente?) colocó a Cristo Crucificado. El llamado Cristo del Millón, una soberbia imagen del siglo XIV, muy anterior a la construcción del retablo. ¿Qué quiere decir esto? Que cuando se creó esa montaña (siempre en la Sagrada Escritura es la montaña lugar de encuentro con Dios), el primero que hizo cumbre llevaba consigo a Cristo en la Cruz. Hasta allí subió y allí clavó para siempre la bandera: esta casa, esta montaña, esta ciudad… pertenecen a Cristo. Y de esta manera aquel “alpinista” consagró Sevilla al Señor.

 

Mirar de cerca al Cristo del Millón es una experiencia irrepetible. El rostro sereno refleja la  dulce majestad, su divina humanidad, su entrega. Ante él rezo y pienso en la Sevilla que ha pasado delante de sus ojos entornados. ¡Cuánta historia! A Él miraron el emperador Carlos I, y su hijo Felipe II, y su descendencia Habsburgo. Ante él pasó la dinastía Borbón. Incluso vio cómo quisieron un día destruir la fe. Ha visto hasta derrumbarse cimborrios de la Catedral, o cómo un día creció la Giralda y en el otro “8000” hispalense Bartolomé Morel forjó el Giraldillo. Y cuántas cofradías hicieron estación de penitencia a lo largo de los siglos. Pero lo más grande: cuántas generaciones de sevillanos, nuestros antepasados, ha visto el Cristo del Millón. Esa es la verdadera historia de Sevilla, la de nuestras familias. Desde su cumbre, el Señor ha bendecido a Sevilla y ha derramado millones de favores. Cuando lleguemos a la montaña definitiva, la que vale, la de la vida eterna, entonces veremos el verdadero rostro de Jesucristo. Esa al menos es nuestra esperanza. Pero, mientras tanto, el Cristo del Millón nos mira con misericordia y nos anima a seguir subiendo hasta Él: "Sígueme".

 

Antes de bajar de la montaña, reparo en que no está solo Cristo allá arriba. Igual que en el monte Calvario, está María junto a Él, y San Juan Evangelista. Y siguen escuchando las palabras del Señor: Madre, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre. Y desde aquella ahora, el discípulo amado acogió a la Madre en su casa. Me gusta pensar que en ese discípulo amado estamos todos representados, y que acogemos sinceramente a María en el corazón. Descendemos de la cumbre, con el convencimiento de que nunca volveremos a estar allí. En forma de plegaria, también yo puse mi bandera.

 

Cuando delante de este retablo el Sr. Cardenal D. Carlos Amigo Vallejo celebró en 1995 el matrimonio entre la Infanta Elena de Borbón y D. Jaime de Marichalar, los invitados más ilustres (monarcas, príncipes y jefes de estado o representantes de muchos países) fueron situados en los bancos que están justo delante del presbiterio. Y les causó una hondísima impresión contemplar aquella obra, tanto que al príncipe Carlos de Inglaterra se le escapó una británica expresión de admiración. De algo tendremos que presumir en Europa, digo yo.

 

Marcelino Manzano.

(Twitter: @Marce_Manzano)


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