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Retorno a Santa Catalina

“Volvemos a nuestra casa”. Es el emocionado comentario que escuché de muchos cofrades de las hermandades residentes en Santa Catalina durante el traslado de sus imágenes titulares, retornando al templo ya restaurado. Y sonaron aplausos y se derramaron muchas lágrimas. Pero, ¿no han estado las imágenes correctamente dispuestas y cuidadas en San Román, el otro templo de la feligresía? ¿No han sido hospitalariamente acogidas las hermandades, incluso ahora también la Hermandad de la Sagrada Cena? ¿Acaso se han interrumpido los cultos que mandaban las reglas o las estaciones de penitencia de la Hermandad de la Exaltación? ¿Se suspendieron las procesiones de las hermandades del Carmen y de Santa Lucía? Y lo más importante, ¿no ha estado siempre Jesús Sacramentado en el Sagrario? ¿No hemos seguido celebrando la Eucaristía y los demás sacramentos? ¿A qué viene estos aplausos y estas lágrimas?

Pues vienen a que nuestro corazón, nuestra vida, amores, emociones y recuerdos quedan vinculado a un espacio, a un lugar donde nos encontramos con el Señor. Es la fe que toma carne, por así decirlo, en un espacio concreto. Sí, Dios está en todas partes. En otro templo pudieron orar. Pero les faltaba ese lugar que fríamente podemos llamar la sede canónica, pero que en realidad es la sede del alma. Ser cofrade es, por definición, sentirse vinculado. Al Señor, ala Virgen, a los santos, a la Iglesia y a los hermanos. Y también a ese lugar consagrado donde está nuestro Cristo y nuestra Virgen. A esa capilla, a ese altar donde acudimos cualquier día. Tenemos cerca la parroquia del barrio donde vivimos, pero muchas veces necesitamos volver allí donde mora nuestra hermandad. Una peregrinación, literal, como la que cada año hacemos al vestirnos de nazarenos (antifaz echado, el camino más corto, silencio). Claro que había que aplaudir y llorar. El que no entienda esto, no entiende del corazón.

Pero permitidme que el aplauso lo haga extensivo al Arzobispo de Sevilla y sus colaboradores, que con gran empeño han llevado a cabo la compleja restauración, suscitando colaboradores como el Ayuntamiento de Sevilla o la Fundación La Caixa. Y la propia parroquia que, con sus hermandades, también seguirá contribuyendo con gran esfuerzo, pero con dedicación.

Y las lágrimas se derraman entre la alegría y el dolor por las ausencias. Con esos detalles hermosísimos que tienen las cofradías, en los cirios que alumbraban el rostro de la Virgen de las Lágrimas estaban escritas las iniciales de los hermanos fallecidos durante los años en que la hermandad estuvo en San Román. Uno de los cirios, rotulado como “Lágrimas de esperanza” iba encendido en recuerdo y oración por los donantes de órganos (qué grande es Pepe Bernal). Que las lágrimas impulsen ahora a los hermanos a dar vida a Santa Catalina.

Sí, porque siendo importante el lugar, es mucho más importante que trascienda que la iglesia la construimos siendo piedras vivas. Las hermandades de Santa Catalina han vuelto a su casa: ahora toca participar en la vida parroquial y crecer en la vida de hermandad. Hacer que el lugar santo al cual se vincula el corazón sea fuente de vida evangélica. En ella, Cristo es la piedra angular. El resto de la casa la construimos con el amor a Jesucristo, la santificación de la existencia, la vida sacramental y el compartir con los más pobres. O sea, lo genuino del ser cofrade.

Foto: La Razón.


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