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“Otro religioso, entre los posibles afectados por ébola”


    Obsérvese que el titular de este post va entrecomillado: reproduzco un titular publicado días atrás en innombrable medio de comunicación que al pairo de las terribles noticias sobre esta enfermedad, aprovechaba la ocasión para contaminarnos su mijita de miedo hacia los "religiosos", como si se tratara de un grupo social propenso a contagiarnos la enfermedad. La psicosis de occidente ante el ébola refleja el pánico del hombre ante el sufrimiento, esa miseria humana que nos muestra endebles y huidizos ante la adversidad de otros, ante la imposibilidad de tener todo bajo nuestro control y creernos el centro de todas las cosas. En pocas semanas hemos pasado de ver manifestaciones abruptas en las redes en torno al sacrificio de un perro, a ver cómo se dejaba morir en un aeropuerto a un africano ante las sospechas, y el miedo, a que pudiera contagiar la enfermedad. Raro sería que casi careciendo de alternativas eficientes ante esta pandemia, no salga algún lumbreras pidiendo (exigiendo, deberíamos decir siguiendo la tónica del hombre moderno), la aplicación de la eutanasia para permitir una "muerte digna", eufemismo del miedo ante el dolor o ante lo que sobrepasa la pequeñez del ser humano, como si sufrir fuere algo indigno o rebajara nuestra condición humana, cuando precisamente lo que nos hace a la vez humanos y a plena imagen y semejanza de Dios es la aceptación del sufrimiento y su ofrecimiento inmolatorio.

    Una sociedad carente de Dios, ajena a ciertos postulados cristianos, carece de herramientas con las que hacer frente al miedo. Es normal tener miedo cuando se acerca la tercera Parca, cuando debemos enfrentar momentos o preguntas clave, escenas transitivas de la vida ante las que difícilmente se tienen respuestas si se carece de fe. No tener miedo es de inconscientes, desde luego, pero actuar con pánico ante ciertas adversidades es el reflejo de una sociedad sin asideros fuertes, sin medios para equilibrar sus miedos con fortalezas y esperanzas. Si echamos a Dios de la vida cotidiana, al final resulta que, como recientemente ha afirmado el Papa Francisco, "el peor pecado nos parece una pequeñez", desde luego, pero también denota que cualquier ébola nos puede, nos gana la batalla porque queremos sobreprotegernos frente a adversidades que no tienen sencilla o inmediata protección.

    Preocupa sobremanera ver algunas reacciones sociales. En el ansia de protegerse frente a lo desconocido, en algunos lugares cierran escuelas, desinfectan desde el pasamanos de una escalera perdida, hasta si me apuran las mismas ondas de televisión a través de las cuales nos llegan las noticias de eso tan desconocido, ese pequeño virus al que muchos temen a pesar de que estén a años luz de mantener el más mínimo contacto con él. Hace días se prohibía la escala en puertos internacionales a dos cruceros porque fuera posible que entre su pasaje hubiera una enfermera que casi pasó por la puerta de un hospital en el que un día se puso en cuarentena a un señor de origen africano que tal vez tuvo un pariente cuyo primo lejano estuvo en una zona afectada por el ébola… Se me antoja como una nueva variante del racismo, sí: anteayer leía un titular de prefiero no saber qué medio de comunicación, que aseguraba con rotundidad y cierto punto de indignación éste que encabeza el post, "Otro religioso, entre los posibles afectados por ébola". En realidad, en la costumbre de inocularnos el miedo que mueve a no pocos medios de comunicación, probablemente movidos por intereses que con frecuencia se nos escapan y trascienden más allá de lo meramente informativo, hay siempre una doble moral y seguramente una carencia notable de principios sobre los que sustentar una opinión crítica sobre los hechos cotidianos, desde el ébola, hasta cualquier otro hecho noticioso por minúsculo que resulte.

    En verdad, en todo esto echo en falta algo que se aprende a lo largo de años a fuerza de intentar superar los propios miedos: la capacidad de compadecernos. Detrás de los miedos sociales, inoculados o reales, existe una falta alarmante de "com-padecimiento", si se me permite la expresión, esa capacidad humana que nos sublima cuando anteponemos el amor a la persona y nos hacemos parte con ella en sus sinsabores y sufrimientos, nuestra virtud, regalo de Dios, de poder acompañar a quien sufre y compartir un pedacito, por pequeño que sea, de su dolor. Compadecerse no es esa especie de pena de segunda mano que falsamente transmitimos a veces, cuando queremos quitarnos de encima a alguna persona que nos cuenta su tristeza, y largamos con una palmadita en la espalda. Compadecerse significa compartir los padecimientos de otro y hacerlos parte en tu vida misma, de alguna manera es empatizar también con el sufrimiento del prójimo. Frente a la compasión, nuestra sociedad opone miedo y una especie de nuevo racismo, basado en la capacidad de contagiar o no un determinada o letal enfermedad.

    En el fondo, y aventurándonos más allá, si perdemos el sentido de Dios no es sólo que el peor pecado nos parezca una pequeñez, sino que incluso no hay respuestas ante situaciones finales, terminales, en las que determinados principios son la única herramienta posible, el único asidero, para mantener una esperanza y una fortaleza consistentes y valientes: y eso frente a ciertos contagios no precisamente virales, ya se sabe…
 

 


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