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NO ES UNA BROMA

Este mes de noviembre, que comenzamos con la alegría de celebrar a nuestros hermanos que han vivido su fe y su amor a Dios venciendo todos los obstáculos, y por eso los llamamos santos, continuará desde su segundo día y hasta su final recordando a los difuntos. Prácticamente todas las hermandades recogen en sus reglas la obligación de celebrar una misa en este mes con ese propósito, y no pocas siguen manteniendo el entrañable gesto de celebrar esa misa cada vez que se tiene la noticia de que un hermano fallece. Son momentos en los que la familia, dolida y tal vez desconcertada, encuentra el consuelo en su hermandad y se ve arropada en la esperanza de la vida eterna que nos ganó el Señor, y que se torna más cercana en el rostro de ese Cristo o esa Virgen a quien el difunto rezó y acompañó en tantas estaciones de penitencia.

Qué importante es esta pastoral exequial que realizan nuestras hermandades y que hay que mantener y potenciar. La presencia, por ejemplo, del hermano mayor o alguien de la junta en el tanatorio o en el domicilio lleva el cariño de todos los hermanos. Más importante aún, repito, convocar a la familia a la hermandad, ante los titulares, a celebrar la misa por el difunto (ojo, la misa no es un mero recuerdo ni mucho menos un homenaje al que se fue). Es el mejor gesto de cariño que podemos tener: ofrecer el cuerpo y la sangre del Señor, para que perdone los pecados del hermano fallecido, y se den gracias a Dios por el amor que de él se recibió.

Cuánto dice ese crespón negro atado a un varal, o las flores del palio que se llevan, al día siguiente de la salida, a la tumba de un ser querido. O cuando el paso se levanta en memoria de alguien, tocando el martillo y haciendo de ese momento un signo de resurrección: agarrados con fe a la trabajadera, ceñidos con faja los riñones, alzamos el peso de la vida y sus dolores, con el convencimiento de que el Señor que llevamos sobre los hombros nos guiará a la eternidad. Y esos nombres, secretamente escritos tras un cirio de la candelería o en un papel puesto a los pies de la Virgen, sobre la peana, implorando fortaleza para los que nos quedamos y eternidad para los que partieron. Por estos y muchos otros detalles, cuando se hacen no por estética o simple tradición ni solo como un recuerdo, las cofradías nos devuelven la conciencia en la esperanza de la vida más allá de la muerte, algo muy necesario en la cultura en la que nos desenvolvemos. Confiando en el triunfo de Cristo Resucitado, así expresamos nuestra esperanza en quien quiso asumir nuestra muerte en el Calvario. Pero no debemos perder de vista la verdadera intención de estos actos si queremos que trasladen el mensaje que pretendemos. Así, por ejemplo, cuando planteamos actos de culto externo en nuestros cementerios, hemos de tener muy clara esa intención y así realizar un anuncio de Cristo Resucitado. De lo contrario, el acto se vuelve teatro, se distorsiona y se torna equívoco, y estaremos participando y fomentando, sin querer, la actitud negacionista del mundo actual frente a las postrimerías.

No se afronta la muerte con disfraces de calaveras, vampiros y demonios, como haciendo ver que es algo banal, sin importancia o incluso fantasioso. No, la muerte no es una broma, por más que todos alguna vez hayamos dicho alguna ocurrencia sobre la Canina del Sábado Santo. Es algo tan serio que el Hijo de Dios la cargo sobre sí para vencerla en la Cruz. Y verla como un tránsito, la recogida de una papeleta de sitio para la cofradía del cielo, como nos dio a entender Francisco Ruiz Torrent en el final de su magnífico Pregón de la Semana Santa de 2002, dirigiéndose a su Cristo del Cachorro:

            poder conservar alegremente

            esta antigua y trianera papeleta

            que me permita estar contigo eternamente

            asido a mi soñada manigueta

            aunque tenga que volverme para verte.

 

Dibujo cortesía del pintor José Tomás Pérez Indiano (@perezindiano).


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