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La corrupción es un mal moral

Cualquier periódico que leamos, cualquier noticiario que escuchemos o veamos trae noticias sobre la corrupción. Políticos, sindicalistas, instituciones y empresarios son los principales protagonistas de estas noticias.  La proliferación de las mismas hace que nos sea difícil o imposible hacer un seguimiento de ellas.  Los debates parlamentarios y las tertulias se suceden pero siempre hay un factor común: la corrupción que se condena con dureza es la del otro, la del adversario.

 

Esto ocasiona desafección y falta de confianza de los ciudadanos hacia sus políticos y las instituciones. Nada más injusto: existen empresarios que llevan sus empresas con honestidad, sindicalistas que defienden a los trabajadores con ahínco, instituciones que cumplen fielmente los fines para los que fueron creadas y políticos que actúan pensando en el bien común.


Ante este panorama de corrupción, otra forma de reaccionar es decir que corruptos somos todos. Esto tampoco es verdad. Ni todos somos corruptos y si lo fuéramos, la gravedad de la misma no es igual para todos.


La gravedad de la corrupción es mayor cuando los corruptores o los corruptos traicionan la confianza puesta en ellos por los ciudadanos o las consecuencias de la misma recae sobre todo en los más débiles de nuestra sociedad. Lo dice claramente el papa Francisco: “Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes”. (Evangelli gaudium, n 60)


¿Qué debemos hacer como cristianos ante la corrupción?


"La Iglesia (no olvidemos que Iglesia somos todos) está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas ante la corrupción del poder político o económico; no buscando la gloria o bienes materiales; usando sus bienes para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez de vida de Cristo. (Redemptoris missio,  San Juan Pablo II, 1990).  Esto se logrará, dirá el mismo papa en el año 1993 en Veritatis splendor: “Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política … se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia”
La Nota del Consejo Pontificio de Justicia y Paz sobre La lucha contra la corrupción dice: “Para evitar estos peligros, la doctrina social de la Iglesia propone el concepto de «ecología humana  » (Centesimus annus, 38), apto también para orientar la lucha contra la corrupción. Los comportamientos corruptos pueden ser comprendidos adecuadamente sólo si son vistos como el fruto de laceraciones en la ecología humana. Si la familia no es capaz de cumplir con su tarea educativa, si leyes contrarias al auténtico bien del hombre —como aquellas contra la vida— deseducan a los ciudadanos sobre el bien, si la justicia procede con lentitud excesiva, si la moralidad de base se debilita por la trasgresión tolerada, si se degradan las condiciones de vida, si la escuela no acoge y emancipa, no es posible garantizar la «ecología humana », cuya ausencia abona el terreno para que el fenómeno de la corrupción eche sus raíces.

 


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