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II Domingo de Cuaresma (Ciclo A)

Su rostro resplandeció como el sol

Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.  Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.  De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.  Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».  Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.  Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis».  Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.  Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Mt 17, 1‑9

Comentario bíblico de Pablo Díez

Gn 12,1-4a; Sal 32,4-5.18-19.20.22; 2Tim 1,8b-10; Mt 17,1-9

Los textos presentan un arco que tiene en sus extremos la vocación de Abraham y la Transfiguración. Con la orden de abandonar sus seguridades, Yahvé se empeña con Abraham en una cuádruple promesa: convertirlo en un gran pueblo, bendecirlo, engrandecer su nombre, y hacerlo fuente de bendición para quienes lo reconozcan como el bendito de Dios. Estas promesas se plasman en la realidad del pueblo de Israel que invoca el gran nombre del Señor, que lo ha elegido y bendecido, constituyéndolo en una posición particular respecto de resto de la humanidad como portador de la bendición divina. El carácter especial de la progenie de Abraham halla su culmen en Jesús. Este punto de llegada se pone de manifiesto el episodio de la Transfiguración, donde en medio de la nube, signo de la presencia divina, los dos grandes instrumentos de salvación de la Antigua Alianza: Ley y los profetas, convergen en la figura de Cristo. El círculo se completa cuando la voz celeste que escuchó el patriarca, y que siempre debe escuchar Israel (Dt 6,4), señala ahora al Hijo como objeto de “escucha”, cumpliendo así su proyecto de destruir la muerte y conceder al hombre la vida mediante su gracia otorgada a través de Jesucristo.

Orar con la Palabra

  1. Miembros del nuevo pueblo de Dios en Cristo.
  2. Confesores del Nombre sobre todo nombre.
  3. Herederos de la bendición y la vida.

 


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