Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila, 10-05-11

Homilía en la fiesta de San Juan de Ávila, 10-05-11

 

FIESTA DE SAN JUAN DE AVILA
Sevilla, 10,V, 2011
Común de pastores
1 Ped 5,1-4; Sal 88 (III); Aleluya IV; Jn 10,11-16

1. Comienzo mi homilía, queridos hermanos sacerdotes y diáconos, queridos seminaristas, bendiciendo a Dios, que en esta mañana nos permite celebrar la fiesta de San Juan de Ávila, nuestro patrono, el siervo fiel y prudente, nacido en el año 1499 en Almodóvar del Campo, y que evangelizó sin descanso las tierras de Andalucía. Nuestra Archidiócesis conoció la unción espiritual de sus sermones: los fieles de la iglesia colegial del Divino Salvador, de Écija, Lebrija y Alcalá de Guadaira fueron testigos del encendido celo de quien se preparaba para marchar como misionero a las Indias recién descubiertas, siendo disuadido por un sacerdote sevillano, el Venerable Fernando de Contreras y, sobre todo, por el Arzobispo Gómez Manrique, quien le conminó a quedarse con la conocida frase: ?Avila, las tierras de Andalucía serán tus Indias?.

En Montilla, a donde se retiró en 1554, fue llamado a entrar en el gozo de su Señor en el año 1569. En la sencilla casa donde vivió, se sigue respirando el perfume de su austeridad, su espíritu de oración, su  amor a la penitencia, su caridad pastoral, la sabiduría de su pluma y la prudencia de sus consejos, que buscaban no sólo los que se iniciaban en la vida espiritual, sino también personas de gran santidad como San Francisco de Borja, santa Teresa de Jesús, San Juan de Dios, San Ignacio de Loyola y Fray Luis de Granada.

2. En esta mañana los sacerdotes de nuestra Archidiócesis hemos venido a nuestra Catedral a dar gracias a Dios por el testimonio de este “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico”, como hemos rezado en la colecta. Junto a una reliquia insigne del santo Maestro y animados por su espíritu, deseamos manifestar la alegría del seguimiento del Señor en el ministerio presbiteral y la convicción de que ser sacerdotes como él merece la pena. Como María al visitar a su prima Isabel, reconocemos la grandeza del Señor por las maravillas que ha obrado en nosotros y con el salmo 88 proclamamos: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades”.

3. En esta mañana venimos también a nuestra catedral a estrechar los vínculos de fraternidad de nuestro presbiterio, a manifestar visiblemente la unidad de nuestro sacerdocio, participado del único sacerdocio de Jesucristo, a acoger a todos los hermanos, a darnos la mano, a difuminar etiquetas, a hacer fuerte nuestra fraternidad. Pero, sobre todo, pedimos a Dios que nos conceda la gracia de la santidad siguiendo las huellas de su Hijo, el Buen Pastor, y el ejemplo de nuestro patrono, de modo que, como hemos rezado hace unos momentos, “también en nuestros días crezca la Iglesia en santidad por el celo ejemplar de sus ministros”.

4. “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11). Así se presenta Jesús ante sus discípulos. Frente a los falsos pastores de Israel, que sólo piensan en sí mismos y a los que no preocupan las ovejas; frente a los pastores incapaces de arriesgar su vida en el peligro; frente a los pastores pusilánimes, que ven venir al lobo, abandonan las ovejas y huyen, Jesús se presenta ante sus discípulos como el Buen Pastor de su pueblo, abnegado hasta el agotamiento, que cuida a sus ovejas, que busca a la extraviada, que cura a la herida, que carga sobre sus hombros a la extenuada y que en su sacrificio pascual, en obediencia al Padre y por  amor a los hombres, da la vida por sus ovejas. “¡Cristianos -grita San Juan de Ávila en uno de sus sermones- ovejas sois de Cristo y Él es vuestro pastor! ¡Oh dichosas ovejas que tienen tal pastor!” (Sermón 15,1).

5. Los sacerdotes hemos sido elegidos, ungidos y enviados para ser pastores y guías del Pueblo de Dios en nombre y representación de Jesucristo. Al afirmar, pues, nuestro ser y misión de pastores, no podemos olvidar esta referencia fundamental: somos pastores del rebaño de Jesucristo, Cabeza y Pastor. Como partícipes de su sacerdocio, estamos llamados a actuar en su nombre y con su autoridad. En consecuencia, hemos de ser transparencia cabal de Jesucristo y, para ello, hemos de mirarnos en Él. “¡Oh eclesiásticos, – nos dice San Juan de Ávila en una de sus pláticas- si os mirásedes en el fuego de vuestro pastor principal, Cristo, en aquellos que os precedieron, apóstoles y discípulos, obispos, mártires y pontífices santos!” (Plática 7, 92ss).

6. Para actuar en su nombre es necesario que el sacerdote se penetre del estilo y de los sentimientos de Jesús. Es preciso, nos dice San Juan de Ávila, “que le represente… en la mansedumbre con que padeció, en la obediencia, aún hasta la muerte de cruz, en la limpieza de la castidad, en la profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por todos con entrañables gemidos, y ofrecerse así mismo a pasión y muerte por el remedio de ellos, si el Señor lo quisiere aceptar. Y en fin, ha de ser la representación tan verdadera, que el sacerdote se transforme en Cristo” (Tratado sobre el sacerdocio, 26). No será posible ser la transparencia de Jesucristo que los fieles tienen derecho a esperar de nosotros sin una relación profunda y cotidiana con las tres divinas personas, con el Dios actuante, amoroso y salvador que puede y quiere hacernos santos. No nos será posible transparentarlo sin un amor filial al Padre y una identificación permanente con su voluntad. No viviremos los sentimientos de Cristo sin un trato diario con el Espíritu de Jesús, hecho docilidad a sus inspiraciones y consejos. No podremos ser pastores veraces sin un amor profundo y una amistad cálida con Jesucristo, Buen Pastor, haciendo real cada día en nuestra vida la triple respuesta de Pedro: “Señor, tu sabes que te quiero” (Jn 21,15-17).

7. No es posible anunciar a Jesucristo, si el pastor no está unido vitalmente a Él por el amor. Si estamos desvitalizados y alejados de la Vida, no podemos vivificar a nuestros fieles. A partir del amor a Cristo Buen Pastor, que constituye la dimensión cristocéntrica fundamental de nuestro ministerio, podremos amar, apacentar y cuidar a las ovejas que Él nos encomienda y viviremos para ellas hasta entregar la vida. “El buen pastor -nos ha dicho el Señor en el Evangelio- da la vida por sus ovejas … El asalariado, en cambio, el que no es pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo, las abandona y huye, y el lobo hace estrago y las dispersa” (Jn 10,11). Ésta es la primera y principal característica del buen pastor: dar la vida, gastarla y desgastarla por los fieles que el Señor nos ha confiado.

8. San Juan de Ávila hace suya en varios pasajes de sus escritos la celebre expresión de San Gregorio Magno en su Regula pastoralis, cuando nos dice que lo propio del pastor no es “praesse, sed prodesse”. Lo nuestro no es presidir desde la prepotencia, el hieratismo o la altanería, sino aprovechar. Lo nuestro no es vivir del ministerio, sino para el ministerio. Lo nuestro no es servirse del sacerdocio en beneficio propio, o de la propia familia, sino vivirlo como un servicio humilde y desinteresado a los hermanos por amor. Es lo que tantas veces encarece San Juan de Ávila a los sacerdotes y lo que hemos escuchado al apóstol San Pedro en la primera lectura: “Sed pastores del rebaño de Dios a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño” (1 Ped 5,2-3), modelos por nuestra entrega incondicional, por nuestro amor entrañable a los fieles, por el testimonio de entrega total y desinteresada a nuestra comunidad, pues nuestro único interés ha de ser Jesucristo, su Evangelio y las almas.

9. El Buen Pastor, conoce a sus ovejas y las llama por su nombre. Para el evangelista San Juan, conocer a una persona es mucho más que saber su nombre y apellidos. Se trata de un conocimiento íntimo y personal, nacido del encuentro y el diálogo con los fieles, de compartir sus dramas y dolores. El conocimiento en este sentido exige vivir con ellos, la única forma de vivir para ellos, compartiendo sus angustias y gozos, sus sufrimientos y esperanzas, para poder anunciarles a Jesucristo, camino, verdad y vida del mundo. Existen muchas formas, a veces muy sutiles, de vivir al margen o por encima de los fieles. Nadie puede cuidar de su comunidad desde la distancia, desde la torre de marfil de la casa parroquial, el despacho o la sacristía, al resguardo de cualquier inclemencia, la lluvia, el viento, el granizo, el frío o el calor de los descampados y de las encrucijadas de los caminos.

10. El pastor bueno, que ama a sus ovejas, acorta las distancias, se acerca a ellas y las conoce; y no como un mero pasatiempo festivo o una huida interesada de la soledad. El pastor bueno busca el encuentro salvífico de sus fieles con Jesucristo, Buen Pastor. A todos nos duele en el alma el creciente alejamiento de la Iglesia de amplios sectores de la sociedad. Los jóvenes, los matrimonios jóvenes y el mundo obrero nos están pidiendo una cercanía y un esfuerzo fuera de lo común. Necesitamos el celo apostólico y la caridad pastoral de San Juan de Ávila, quien como Jesús, al mismo tiempo que predica a las muchedumbres, cultiva la relación personalizada, sanante y bienhechora con los fieles. Es el camino del Buen Pastor.

11. “Tengo, además, otras ovejas -nos ha dicho Jesús- que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer; y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn, 10,16). El verdadero pastor no se cierra en el ghetto, ni limita su acción pastoral a los de casa. Busca con interés y sin desmayo a las ovejas que están fuera del redil. Piensa también en aquellos que se han marchado y en los que nunca han disfrutado de la gracia de la filiación, en quienes no han experimentado la alegría del banquete en el hogar cálido del Padre y en la mesa larga y fraterna que es la Iglesia. Como los apóstoles después de Pentecostés, hemos de salir a los caminos, al encuentro de este mundo nuestro, fascinante y atormentado al mismo tiempo, en progreso constante y al mismo tiempo lleno de heridas, tan diversas y tan dolientes. Hemos de ser en él heraldos de la alegría cristiana, de la paz, de la esperanza y del amor que nacen de la Buena Noticia del amor de Dios por la humanidad. Hay demasiado dolor e infelicidad en  nuestro mundo como para que los pastores creamos que ya está todo dicho y todo hecho. En el anuncio de Jesucristo no cabe el conformismo.

Tampoco el derrotismo y menos la indolencia. Jesús y su Evangelio siguen siendo un tema pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos ha confiado su anuncio desde las plazas y las  azoteas del nuevo milenio.

12. Queridos hermanos sacerdotes: estamos celebrando la Eucaristía en honor de San Juan de Ávila junto a su reliquia. Él hizo de su vida una ofrenda eucarística, un signo de la caridad de Cristo que se entrega, siempre en comunión con la Iglesia y atento a sus urgencias y necesidades. Su afán evangelizador, sus sermones inflamados de fuego apostólico, sus muchas horas de confesionario, el tiempo dedicado al estudio, su preocupación por la vida espiritual y la formación de los sacerdotes, los memoriales enviados al Concilio de Trento, la fundación y mantenimiento de colegios, sus iniciativas catequéticas, la dirección espiritual, su abundante correspondencia… todo ello es signo de una entrega que duró hasta el final de su vida, una vida gastada por la Iglesia y por las almas.

13. Hoy más que nunca necesitamos seguir su ejemplo. En un mundo como el nuestro alérgico a los compromisos fuertes, estables y definitivos, en una cultura como la nuestra tan proclive a la fragmentación, hemos de vivir nuestro sacerdocio con una dimensión de totalidad, como una vocación de entrega absoluta y a tiempo pleno, sin reservarnos tiempos y espacios para nuestra vida privada, que en nuestro caso debe estar siempre impregnada por nuestra configuración ontológica con Jesucristo, Buen Pastor, lejos de cualquier concepción funcionarial del ministerio. Hoy más que nunca, aunque debamos remar contra corriente, debemos apostar por la paradoja evangélica: el que se reserva su vida la pierde; sólo la gana el que la entrega por Cristo y por el Evangelio (cfr. Mc 8,35).

14. Termino ya. Nuestras madres y nuestros formadores nos enseñaron desde niños a poner nuestras vidas en manos de María. “Después de Jesucristo no ha habido otra pastora, ni hay quien así guarde las ovejas de Jesucristo… La Virgen sin mancilla es nuestra pastora después de Dios” (Sermón 15). Es “pastora, no jornalera que buscase su propio interés, pues amaba tanto a las ovejas que, después de haber dado por la vida de ellas la vida de su amantísimo Hijo, diera de muy buena gana su propia vida, si necesidad de ella tuvieran” (Sermón 70). Quien así habla es San Juan de Ávila.

Sus palabras confirman nuestra certeza de que María está cerca de los sacerdotes de su Hijo. Ellas ratifican nuestra esperanza de que ella guarda y renueva cada día nuestra amistad con Jesús y nuestra caridad pastoral.

Así es. Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla


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