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Domingo V Semana de Cuaresma

Evangelio según San Juan 8,1-11


 

Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.


Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?".


Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.

 

Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.

 

Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?".

 

Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".

 

Comentario de Pablo Díez


Tal como dice el salmo, el encuentro de la mujer adúltera con Jesús supuso para ella un cambio de suerte. Su destino estaba decidido, en buena parte como consecuencia de sus acciones. No se trata aquí, como en el relato de Susana (Dn 13) de un falso testimonio contra un inocente, pues la mujer había cometido el pecado que le imputaban, el haber sido sorprendida por testigos (Dt 19,15) la dejaba convicta de la pena de muerte (Lv 20,10).

 

El momento en el que la mujer pecadora comparece ante el hombre sin tacha, Jesús, es de un dramatismo exquisito, que San Agustín captó maravillosamente: “se quedan (frente a frente) los dos, la miseria  y la misericordia”. El delicado equilibrio que mantiene Jesús al no excusar el pecado y perdonar al mismo tiempo al pecador es una de las grandes lecciones evangélicas.

 


Al apremio de los acusadores, el evangelista contrapone la serenidad de Jesús. Frente a una sentencia irrevocable, fruto de un juicio inmisericorde, Jesús ofrece un nuevo comienzo (Is 43,19), fruto de una invitación al arrepentimiento y la conversión. La Ley que esgrimen como argumento para condenar es también un instrumento que pone  al descubierto  los propios pecados de los acusadores, tal como se desprende de las palabras de San Pablo, que describe de modo dramático la miseria moral del hombre, impotente ante las exigencias de la Ley (Rom 7,13-25).

 

Las palabras de Jesús (Jn 8,7) son una llamada de atención a la situación moral de los acusadores apelando a la responsabilidad ética que según la Ley tienen los testigos en la muerte del acusado (Dt 17,7). Una hermosa tradición que se remonta a San Jerónimo dice que lo que Jesús iba escribiendo en tierra eran los pecados de los acusadores. El hecho es que, confrontados con su propia conciencia, acusadores y testigos abandonan la escena. Jesús otorga a la mujer perdón en lugar de condena, pero no laxitud, ya que termina exhortándola a la una conversión permanente.

 


Leyendo esta experiencia a la luz del texto de Filipenses, es fácil deducir que quien ha experimentado de lleno la misericordia de Dios, manifestada en Cristo, imprime un giro definitivo a su vida, buscando ya sólo ganar a Cristo y existir en él (Flp 3,7-8).
 


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