EL VERDADERO PROBLEMA DE LA VIVIENDA: NO TENERLA

EL VERDADERO PROBLEMA DE LA VIVIENDA: NO TENERLA

 

A todos felicito y agradezco su trabajo inteligente y altruista, dejando en la Real Fundación lo mejor de sí mismos. Les animo a seguir trabajando con entusiasmo para alcanzar los fines de la Institución: facilitar viviendas dignas a quienes van quedando en las cunetas de la vida social. Saludo también a los ponentes y profesionales inscritos en el Congreso que hoy inauguramos y con el que recordamos la inmensa tarea realizada en Sevilla en estos cien años. Les agradezco su presencia, que es signo de su compromiso por compartir conocimientos, experiencias e iniciativas sobre un tema verdaderamente mayor, el logro de una vivienda digna, compatible con la dignidad humana.

 

En el pórtico de mi intervención no puedo olvidar la grave situación laboral y económica por la que están atravesando muchos de los profesionales aquí presentes. El problema de la vivienda, al que dedicamos este congreso, va acompañado de un deterioro sin precedentes de las condiciones laborales de los profesionales de la arquitectura y la construcción. El estallido de la burbuja inmobiliaria y la crisis económica ha llevado a muchos de ustedes a una situación laboral compleja y precaria. Estudios recientes indican que 7 de cada 10 arquitectos está en paro, está empleado ilegalmente o gana menos de 1.000 euros al mes. De hecho, me aseguran que sólo un  24% de los arquitectos consigue ganarse la vida cobrando por encima de los 1.000 euros mensuales. Otros profesionales de la construcción podrían darnos datos análogos a los anteriores. Son cifras tremendas que nos hacen pensar en ustedes, los profesionales, víctimas muchas veces olvidadas de la crisis que no parece terminar. Consciente como soy de su importante servicio al bien común, les hago presente mi solidaridad. Les deseo que pronto se restablezcan las condiciones justas y dignas de trabajo para el que se han  preparado durante años, al tiempo que les animo a seguir en la brecha enraizados en la esperanza.

 

Como Arzobispo de Sevilla, me cabe la satisfacción de ser Presidente del Patronato de la Real Fundación, al que procuro servir en la medida de mis posibilidades. Nuestro Congreso tiene como objetivo principal la búsqueda de respuestas a la necesidad individual y social de una vivienda asequible y digna, aportando soluciones válidas a los aspectos señalados en los cuatro bloques temáticos que configuran el programa. Reflexionaremos también sobre los problemas del suelo, los aspectos jurídicos, las técnicas y materiales y la contribución determinante de los profesionales de la construcción. Tengo la seguridad de que los organizadores han elegido ponentes competentes, lo mismo que los participantes en las mesas redondas y en las comunicaciones. Dios quiera que este encuentro sirva para dar esperanza a todos los que padecen el verdadero problema de la vivienda, que como dice el lema de nuestro Congreso, es no tenerla.

 

La Real Fundación es sucesora del Real Patronato de Casas Baratas de Sevilla. Ambas instituciones nacieron con la misma finalidad, la promoción de viviendas destinadas a familias con rentas bajas que no pueden acceder a las viviendas del mercado. El Real Patronato fue  fundado el 22 de diciembre de 1913 por el Rey Alfonso XIII bajo el impulso del alcalde de Sevilla, D. Antonio Halcón y Vinent, Conde de Halcón, ante la falta de viviendas para familias obreras. Es de justicia que mencione a algunas otras personas que hicieron posible la creación de la Real Fundación. Me refiero al Marqués de la Vega-Inclán y al indiano español D. José Pastor Rodriguez, que facilitó los primeros recursos económicos.

 

La etapa más brillante comienza en 1954, cuando se renuevan los estatutos y se constituye como entidad benéfico constructora. Entonces se refuerza la vinculación estrecha entre el Real Patronato y la Archidiócesis, con la llegada a Sevilla como arzobispo coadjutor, en noviembre de 1954, de don José María Bueno Monreal, quien desde los inicios de su servicio a Sevilla manifestó una extraordinaria preocupación por la escasez de viviendas. Así lo manifestaba en una carta pastoral firmada el 31 de enero de 1955: “En la conciencia de todos -escribía- está gravitando angustiosamente, como un  remordimiento, esta preocupación, la más grave de las que hoy aquejan a nuestra vida social”. El cardenal Bueno Monreal contó desde el principio con un eficacísimo colaborador, el Presidente de la Junta Diocesana de Acción Católica, D. Mariano Pérez de Ayala, después alcalde de la ciudad.

 

Contó también con la colaboración excepcional de D. Antonio Fernández Medina como director gerente del Real Patronato, un hombre ya incorporado por el conde de Halcón en 1954. D. Antonio Fernández Medina fue una persona clave para la segunda etapa del Real Patronato de Casas Baratas hasta su prematura muerte en 1977, que puso fin a una vida totalmente dedicada a la institución. Logró, sin duda alguna, excepcionales resultados sociales en muy diversas actividades anexas a la tarea básica de construir viviendas: la construcción o cesión de suelo para grupos escolares, centros religiosos y sociales, guarderías infantiles, centros cívicos, sanitarios y de asistencia social; y hasta la cesión de suelo para una Comisaría de Policía en Torreblanca. En este punto es de justicia evocar también la tarea y el compromiso profesional del arquitecto D. Fernando Barquín, creador de los barrios más señeros de Patronato: Los Pajaritos, Pio XII, San Jerónimo y Huerta del Carmen y autor también del Seminario Menor de Pilas y de muchas iglesias de barrios de Sevilla.

 

En el citado año, 1954, se adquieren unos terrenos en la Huerta de la Candelaria, donde se proyectan 1.108 viviendas, con iglesia, escuelas, dispensario y comedores. Venciendo muchas dificultades se construyen todas las casas proyectadas en un solo año, entregándose a sus destinatarios en 1956. Fue la primera gran obra realizada por el Real Patronato. El apoyo explícito del nuevo arzobispo desembocó, unos años después, en su nombramiento como Patrono y Presidente del mismo, sucediendo en este cargo al Conde de Halcón a su muerte en 1963. El cardenal Bueno Monreal ostentó la presidencia del Patronato hasta su fallecimiento en 1987.

 

De la mano del cardenal se construyen más de 12.000 viviendas, tanto en Sevilla capital como en algunos pueblos de la provincia, creando barrios tan conocidos como el ya mencionado de La Candelaria, los Pajaritos, Pio XII, Huerta del Carmen, San Jerónimo y Torreblanca en Sevilla, o la Barriada de los Toreros en Alcalá de Guadaira, San José Obrero en Morón de la Frontera o el Barrio Alto de San Juan de Aznalfarache. En muchas de estas barriadas el Patronato construyó edificios para servicios de interés social, iglesias, centros docentes, comerciales y sociales.

 

En 1995, como consecuencia de la promulgación de la ley de Fundaciones y entidades sin ánimo de lucro, se modificaron sus estatutos y la denominación, cambiando el nombre por el de Real Fundación Patronato de la Vivienda de Sevilla. En todas las actuaciones realizadas, muchas de las cuales llevaron consigo la eliminación del chabolismo, los precios de las viviendas o los importes de los alquileres estuvieron por debajo de los importes legalmente establecidos para las viviendas sociales, en ocasiones hasta un 18%, lo que ha sido una ayuda considerable para muchas familias, que han visto dignificadas sus condiciones de vida. En la actualidad, la Real Fundación está atravesando momentos difíciles como consecuencia de la práctica imposibilidad de obtener financiación, lo que impide que se acometan  promociones en solares adquiridos en los últimos años para hacer nuevas viviendas, tanto en régimen de alquiler como de venta. Concluyo esta pincelada histórica  afirmando que a lo largo de los años, la Real Fundación ha construido 13.000 viviendas sociales, un hito singular de esta institución pionera en España y una de las más consistentes y fecundas de la sociedad civil sevillana, que ha gozado siempre del aprecio y de la colaboración de nuestra Iglesia diocesana.

 

Históricamente la vivienda de protección oficial ha sido una de las formas más comunes de acceso a la vivienda de los sectores más desfavorecidos. Sin embargo, en las últimas décadas en España este desiderátum ha sufrido una fatal alteración al distanciarse el precio de la vivienda en el mercado y el poder adquisitivo de las familias. Los movimientos especulativos han provocado el encarecimiento artificial del suelo y, en consecuencia, de la vivienda, convirtiendo en papel mojado para muchas familias el derecho a un hogar. En los últimos seis años, la crisis económica ha agravado la situación. Millones de personas han perdido su trabajo y muchas familias han tenido que suspender el pago de sus hipotecas. Las cifras de familias que lo han perdido todo, víctimas de los desahucios, son pavorosas.

 

El derecho universal a una vivienda digna aparece recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 en su artículo 25: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. Otro tanto afirma el  Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 16 de diciembre de 1966: “Toda persona tiene el derecho a un nivel de vida digno para sí misma y para su familia, incluyendo alimentación, vestido y vivienda”. Nuestra Constitución declara con rotundidad que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” y que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación” (art. 47). Por su parte la Iglesia, que  siempre ha estado cerca de los que sufren, de los pobres y los empobrecidos, porque ellos son los preferidos de su Señor, también se ha manifestado reiteradamente a este  respecto, abogando por el derecho a la vivienda digna, como exigencia del bien común y del derecho a disfrutar de los bienes de la tierra justamente distribuidos como consecuencia del destino universal de los mismos.

 

Sin embargo, en la práctica la vivienda no es hoy un derecho fundamental del que todos pueden disfrutar. Desde hace décadas es, ante todo, un bien de inversión, lo que sin duda ha originado una realidad perversa que niega de facto el derecho que nos asiste a todos a tener una vivienda digna. Esta situación, como la presente crisis económica, tiene evidentes raíces morales. El relativismo ético, que ha barrido la ley natural, y el individualismo, que oscurece la dimensión relacional del hombre, nos han conducido a encerrarnos en nuestro pequeño mundo, olvidando a los demás. El liberalismo desenfrenado y sin entrañas, que olvida el bien común, está en la génesis de la sociedad que entre todos hemos construido, lastrada por la especulación inmobiliaria, la corrupción e injusticias sin cuento, a la búsqueda del lucro fácil y el enriquecimiento ilícito, que genera situaciones de marginación y de pobreza.

 

El tema de la vivienda forma parte de la llamada cuestión social, sobre la que la Iglesia viene reflexionando desde la encíclica Rerum novarum de Leon XIII, en los finales del siglo XIX, hasta la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI y la exhortación apostolica Evangelii gaudium del Papa Francisco, que entienden la vivienda como un derecho específico del hombre y como un aspecto clave del derecho a una vida humanamente digna, algo de lo que los gobiernos deben ocuparse. Así lo encarecía en abril de 1963 la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII con estas palabras: “Es necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el desarrollo económico y el progreso social avancen al mismo tiempo y para que, a medida que se desarrolla la productividad de los sistemas económicos, se desenvuelvan también los servicios esenciales, como son, p. ej., carreteras, transportes, comercio, agua potable, vivienda, asistencia sanitaria…” (n. 64). Otro tanto exigía la constitución Gaudium et spes del Vaticano II, 26.

 

En la conmemoración del cincuentenario de la encíclica Pacem in terris el 4 de octubre pasado, el Papa Francisco nos ha dicho que no basta garantizar los principales derechos civiles y políticos, “sino que se tiene que ofrecer a cada uno la posibilidad de acceder efectivamente a los medios esenciales de subsistencia, la comida, agua, casa, sanidad, instrucción y la posibilidad de formar y sostener una familia". El Papa subraya además que estos objetivos deben tener “una prioridad impostergable en la acción nacional e internacional”. El Papa Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas est, nos dice que los cristianos hemos de ver la Tierra como nuestra casa común y a todas las personas que viven en ella, como hermanos.

 

Pío XII ya recalcó esta obligación: “Es preciso considerar bien de frente, en toda su plenitud, el deber de dar a innumerables familias, en su unidad natural, moral, jurídica y económica, un justo espacio vital que responda, siquiera sea de una manera modesta, pero al menos suficiente, a las exigencias de la dignidad humana” (Nous vous adressons, 5: AAS 42, 1950, 485-846). Para el Papa Pacelli, “una vivienda digna de personas […] es condición previa para lograr la estabilidad social que con razón la humanidad ansía” (La vostra gradita presenza, 5: AAS 35, 1943, 172-173).

 

En las actuales circunstancias socioeconómicas, la Iglesia y los cristianos, junto a otras instancias de la sociedad civil, debemos ser venero de esperanza para tantas familias que han perdido su vivienda o que ni siquiera han podido acceder a ella. Su clamor debe golpear nuestras conciencias y espolear nuestra generosidad y nuestro compromiso. Sin una casa, sin un hogar, los derechos fundamentales de la persona no encuentran desarrollo ni garantía. “Las familias y las casas van juntas. Es muy difícil para una familia salir adelante sin una casa en la que vivir”, nos dijo el Papa Francisco el domingo 22 de diciembre último, después del rezo del Ángelus.

 

Sé que participan en este congreso grandes especialistas y profesionales que compartirán con nosotros su sabiduría, su experiencia y su compromiso con el bien común en ponencias, mesas redondas y comunicaciones. Estoy seguro de que nos aportarán respuestas valiosas y convincentes a las numerosas preguntas que nos hacemos todos los que estamos al servicio de la sociedad. En esa búsqueda de respuestas, hemos de partir de datos objetivos, que pueden ser de gran utilidad en el análisis de la situación actual:

 

– Entre 1991 y 2007 se terminaron en España casi 7 millones de viviendas. De ellas, sólo el 14,5% estuvo sujeto a algún sistema de protección.

–  Más de 30.000 personas viven en España  sin hogar y sin techo.

– Casi 4 millones de personas viven en infraviviendas, es decir, en condiciones indignas e insalubres.

– Son más de 300.000 las personas que están inscritas en registros públicos demandando una vivienda pública.

– La gran mayoría de inmuebles en España, un 83%, son en régimen de propiedad. El alquiler es muy minoritario, tan solo el 17%.

– La mejora de las condiciones de financiación a través de créditos hipotecarios, con  la reducción de los tipos de interés y la extensión de los plazos de amortización, dio lugar en los últimos años a que millones de personas suscribieran hipotecas para adquirir su vivienda.

–  Los mayores niveles de endeudamiento, aquellos que implican destinar más del 40% de la renta bruta al pago de la hipoteca, es muy superior entre los hogares con más bajos ingresos, lo que describe la angustiosa situación de muchas familias.

–  El patrimonio inmobiliario de los hogares se vio incrementado en un 129% entre 1994 y 2007, mientras que la renta disponible de los hogares lo hacía en un 57% durante el mismo periodo, lo que ha generado un peligroso desajuste.

 

Todos estos datos nos permiten llegar a dos conclusiones básicas sobre las que hay que incidir para atajar el problema que nos ocupa. La primera es que ha habido una oferta de financiación irresponsable, a pesar de las advertencias reiteradas de los expertos en materia económica. El riesgo financiero en el que han incurrido tanto los hogares como las entidades financieras durante estos años ha hecho que aumente peligrosamente la morosidad, los desahucios y los desalojos, todo lo cual  ha conducido al colapso del sistema financiero y al dolor y a la exclusión social de miles de familias.

 

La segunda conclusión nos lleva a afirmar que el sistema de acceso a una vivienda en España se ha organizado a través de los mecanismos económicos que fija el mercado, mientras la política pública de vivienda ha olvidado en buena medida el derecho constitucional de todo ciudadano a una vivienda digna. El problema entre nosotros no es de cantidad. Siguiendo la lógica del mercado se han construido cientos de miles de viviendas, a un ritmo inmensamente superior al del resto de los países de la Unión Europea, pero el problema es que no han sido accesibles para la mayoría. El Papa Francisco se ha manifestado a este respecto y, aunque no condena el mercado, recomienda que esté bajo el “control de los Estados, encargados de velar por el bien común” para evitar que se instaure “una nueva tiranía invisible […] que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas” (Evangelii gaudium, 56).

 

El liberalismo económico defiende que cuanto menos se regule, mayor será la productividad y la competitividad. Pero la menor implicación de los poderes públicos en la actividad económica no siempre ha dado lugar a mercados eficientes, pero sí ha dejado de proteger  muchos derechos de las personas. La crisis económica ha abierto un gran debate sobre el papel regulador del Estado. Habría que profundizar en ello para evitar las consecuencias de un sistema deshumanizado que no ha tenido en cuenta el bien común de la sociedad y de los individuos. En este sentido la Conferencia Episcopal Española reflexionaba en noviembre de 2009 sobre los orígenes de la crisis actual, y se preguntaba si “la vida económica no se ha visto dominada por la avaricia de la ganancia rápida y desproporcionada […],  si el derroche y la ostentación, privada y pública, no han sido presentados con demasiada frecuencia como supuesta prueba de actividad económica y social”.

 

El hecho es que la crisis ha impedido acceder a una vivienda a cientos de miles de personas y ha dado lugar a más de 400.000 ejecuciones hipotecarias en estos años. Ello ha llevado a terribles situaciones de desamparo a muchas familias, que lo han perdido todo, el trabajo, el hogar y hasta la esperanza, que es lo último que se pierde. En este sentido la Comisión Permanente de Cáritas Española publicaba una nota el 19 de febrero de 2013 en la que denunciaba la situación y reclamaba a las Administraciones públicas la modificación de una normativa que ha creado “una sociedad donde se agrava el drama de las personas sin vivienda a medida que aumenta el número de viviendas sin personas”. Pedía en concreto “acometer medidas sostenidas en el tiempo que eviten la pérdida de la vivienda habitual, con una moratoria de todos los desahucios y, en su caso, con la negociación de figuras jurídicas como el alquiler social o la cesión que permitan el uso y disfrute del hogar”. Pedía también la aplicación de la dación en pago.

 

Por parte del Gobierno se han llevado a cabo algunas medidas para intentar paliar esta dolorosa situación, modificando la normativa existente o dando respuestas legislativas nuevas, protegiendo a los deudores hipotecarios, reestructurando su deuda, estableciendo el alquiler social y la moratoria por dos años para algunos desahucios. Tales medidas, siendo estimables, son juzgadas por los expertos como insuficientes. El problema ha de ser abordado íntegra y definitivamente, no con soluciones coyunturales, sino con medidas que de verdad corrijan la deriva especulativa en la que estamos inmersos y sean una solución real para tantas familias. Porque la situación es crítica, el Estado debe hacer efectivo el artículo 47 de la Constitución española adoptando sin demora las medidas legislativas necesarias.

 

Como la Doctrina Social de la Iglesia viene repitiendo desde hace más de cien años, el respeto de los derechos fundamentales de la persona, materiales y espirituales, es lo único que garantiza una vida digna. Tales derechos forman un conjunto que debe ser tutelado íntegramente. No cabe garantizar unos y negar otros. Lo exige la dignidad de la persona y, para los cristianos, su condición de hijo de Dios. La  Iglesia defiende la casa, el hogar, la vivienda como un derecho fundamental necesario para la vida en dignidad y no como una inversión económica. La vivienda es un espacio vital imprescindible para la socialización y un factor de inclusión social de primer orden. Su carencia paraliza el ejercicio de los derechos sociales e impide la realización del individuo. Disponer de un espacio físico en el que crecer como persona, le permite ulteriormente ejercer su derecho al empleo, a la educación, la participación, la salud, la protección social, etc.

 

La vivienda digna debe ser accesible a todos. Por ello, el Estado debe promover políticas de viviendas protegidas con precios asequibles también para familias con escasos recursos. A esta tarea están convocada también la sociedad civil y las instituciones, que como la Real Fundación Patronato de la Vivienda de Sevilla, procuran la construcción de viviendas sociales y promueven el alquiler, la rehabilitación de viviendas antiguas y otras modalidades al servicio de las personas que se encuentran en situaciones de mayor vulnerabilidad, pues no podemos olvidar, como nos dice el Papa Francisco, el destino universal de los bienes de la tierra y que cuando pensamos y trabajamos por los pobres, les estamos devolviendo lo que en justicia les corresponde.

 

He dicho hace unos momentos que la crisis económica tiene raíces morales. Personalmente estoy convencido de que no la superaremos completamente si no propiciamos entre todos el rearme moral de la sociedad. Hay que favorecer también el principio de legalidad y la ejemplaridad de las instituciones y representantes públicos, que han de ser especialmente transparentes y escrupulosos en la gestión de los recursos. El descuido del bien común desacredita a la clase política, produce desánimo y hastío en la sociedad y disminuye las defensas éticas de la sociedad, ya de por sí debilitada en el campo de los valores morales. En este sentido, el Estado, la Iglesia y la sociedad civil han de tratar de fortalecer la conciencia de que todos formamos parte de una única familia, la familia humana, fomentando la fraternidad, la acogida y la solidaridad, poniéndonos siempre en el lugar y de parte de los pobres.

 

Estoy seguro de que todos conocen la parábola del Buen Samaritano, aquel hombre que en el camino de Jerusalén a Jericó cae en manos de unos bandidos que lo muelen a palos y lo dejan malherido al borde del camino. Es un samaritano el que lo ve, el que se apea de su cabalgadura, le limpia las heridas con aceite y vino, se las venda y lo lleva a la posada pagando al posadero los gastos hasta que se reponga. Cristo es el Buen Samaritano por antonomasia, especialmente en su Misterio Pascual, en su pasión, muerte y resurrección. Todos nosotros, creyentes o no, estamos llamados a ser samaritanos de nuestros hermanos. En 1883 un arqueólogo inglés W. M. Ramsay descubrió en Hierápolis, Asia Menor, hoy Turquía, el conocido como Epitafio de Abercio, obispo de Hierápolis a finales del siglo II. Es un monumento funerario en el que Abercio nos narra su vida, dándonos noticias interesantes sobre la celebración de la Eucaristía en fechas tan remotas. Lo que a nosotros nos interesa es que en ese texto griego se llama a Jesús “el de los ojos grandes”, ojos grandes para ver los dolores y sufrimientos de los demás. Así pintan a Jesús los anónimos pintores de las iglesias rupestres del Valle de Goreme en Capadocia, en la ermita de san Baudelio de Berlanga de Duero (Soria), y los pintores románicos de Aragón y Cataluña. También nosotros tenemos que tener los ojos grandes para ver las miserias, el dolor y el abandono de nuestros semejantes. Es lo que ha hecho la Real Fundación Patronato de la Vivienda de Sevilla durante cien años y lo que, si Dios quiere, va a seguir haciendo en los años venideros. Ante el clamor de los pobres, debemos seguir poniéndonos manos a la obra, nunca mejor dicho, sin demora, sin excusas, con entusiasmo, sin dejarnos arrastrar por el pesimismo, con la noble ambición de construir un mundo más justo, humano y fraterno, tal como Dios lo soñó, lo que sin duda comienza por tener una vivienda digna para todos, hermosa utopía a la que nuestra Fundación ha servido denodadamente a lo largo de un siglo y a la que quiere seguir sirviendo.

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 


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