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Domingo II de Adviento

 

Texto del Evangelio (Lc 3,1-6): En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios».


                                                                                                 Comentario de Álvaro Pereira

 
La liturgia de la Palabra de este 2º domingo de Adviento orienta la mirada del fiel hacia el futuro venturoso de la salvación. Es Adviento: hay que alzar la mirada. Baruc dirije un oráculo precioso a Jerusalén, ciudad que aparece personificada como una mujer, a la que se la consuela por la pena lacerante del destierro y se la anima a vestirse de fiesta. Ella recibe una nueva identidad a través de nombres nuevos: “Paz de la Justicia” y “Gloria de la Piedad”. Su alegría estriba en que va a recobrar a sus hijos dispersos entre las naciones. Dios ha ordenado rebajar los montes y colmar los valles para que su camino de vuelta sea diáfano.
 
San Lucas retoma la idea, en este caso poniendo en la boca de Juan el Bautista el texto análogo de Is 40,3-5. Si en Baruc e Isaías Dios era el que preparaba el camino para que el pueblo volviera del destierro, ahora debe ser el mismo pueblo el que prepare el camino a la venida del Señor. Don y tarea se entreveran en la relectura lucana de este motivo bíblico: Dios trae su salvación (cf. Lc 3,6), así pues los hombres se deben preparar por medio de un bautismo de conversión (Lc 3,3).
 
En la segunda lectura escuchamos la acción de gracias inicial de la carta que San Pablo escribe a los Filipenses. El texto está enchido de alegría, comunión y esperanza. El apóstol vive paradójicamente alegre en medio de sus cadenas, ya que la comunidad está respondiendo al evangelio. Su relación se abre al futuro venturoso del buen Dios. Él, que inició en ellos la obra buena, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús. Pero esta constatación no les debe sumir en la autocomplacencia. Por eso Pablo eleva una oración para que sigan progresando en el amor y sigan creciendo en conocimiento y discernimiento, a fin de dar frutos de justicia para gloria de Dios.
 
Comentario: Alvaro Pereira

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